martes, 6 de mayo de 2008

Contra la literatura contemporánea

No podemos evitar leer libros de autores aún vivos. La curiosidad y nuestro empecinamiento en el error nos hacen reacaer, pero no deberíamos. La literatura contemporánea suele ser un espejo en el que contemplamos nuestras deformidades, el páramo en el que se ha convertido el mundo y nosotros con él. Elogiamos, por ejemplo, a Cormac McCarthy o a Philip Roth, pero lo que elogiamos es el horror de nuestras vidas que ya no son vidas. A veces esa literatura nos recuerda por defecto que lo que llamamos vida es un sucedáneo, que no sabemos cómo huele la sangre que supuestamente corre por nuestras venas, que no conocemos el peligro de la humanidad aún viva. Es el caso de Cormac McCarthy y su Trilogía de la frontera. En otras ocasiones, encontramos en los libros la emoción fácil de un niño que pasa hambre y tiene frío, como en La carretera. Y lo peor de todo se da cuando nos vemos reflejados en los personajes de Philip Roth y seguimos leyendo, fascinados por reconocernos en todos sus traumas y debilidades.
Claro está que mientras tanto nos escudamos en la escritura y decimos que son buenas novelas, construidas con maestría, oscilando así entre la identificación caliente y la fría observación del mecanismo que nos emociona. Es la condena de la inteligencia, que creemos que nos salva de nuestra muerte en vida, cuando en realidad no hace más que enterrarnos un poco más en las miasmas de nuestras almas estancadas. La salvación por la lectura es un espejismo que contribuye a mantenernos en estado vegetativo, esperando sin más que la luz se apague de una vez por todas.

jueves, 1 de mayo de 2008

Sospechas religiosas

Cuando de religión se trata siempre surgen las sospechas. Se le pregunta al autor si es creyente, ateo o agnóstico. Y tras preguntarle uno ya tiene la explicación.
Así, algunos sociólogos franceses de la religión que defienden una concepción abierta de la laicidad resulta que son protestantes. O el quebequés que escribe sobre la secularización resulta que es católico. O el periodista que se atreve con cualquier cosa resulta que es ateo y cientifista.
Hay, sin embargo, honrosas excepciones que son obervadas con recelo por los defensores de la consistencia y enemigos de la honestidad. Piénsese por ejemplo en las sospechas que lanza Paolo Flores d'Arcais a Habermas a propósito de la consideración que a este último le merece el papel activo de las religiones en el espacio público. Si uno defiende la libertad religiosa y cree que se deben aceptar completamente las consecuencias de su ejercicio, resulta que eso es porque lo que uno en realidad quiere es disfrutar en primera persona de esa libertad.
La clave para deshacerse de este nietzscheanismo de salón se halla en la frase más enigmática de John Rawls: "aplicar la tolerancia a la filosofía misma" (Justice as fairness: political, not metaphysical).