Cuando de religión se trata siempre surgen las sospechas. Se le pregunta al autor si es creyente, ateo o agnóstico. Y tras preguntarle uno ya tiene la explicación.
Así, algunos sociólogos franceses de la religión que defienden una concepción abierta de la laicidad resulta que son protestantes. O el quebequés que escribe sobre la secularización resulta que es católico. O el periodista que se atreve con cualquier cosa resulta que es ateo y cientifista.
Hay, sin embargo, honrosas excepciones que son obervadas con recelo por los defensores de la consistencia y enemigos de la honestidad. Piénsese por ejemplo en las sospechas que lanza Paolo Flores d'Arcais a Habermas a propósito de la consideración que a este último le merece el papel activo de las religiones en el espacio público. Si uno defiende la libertad religiosa y cree que se deben aceptar completamente las consecuencias de su ejercicio, resulta que eso es porque lo que uno en realidad quiere es disfrutar en primera persona de esa libertad.
La clave para deshacerse de este nietzscheanismo de salón se halla en la frase más enigmática de John Rawls: "aplicar la tolerancia a la filosofía misma" (Justice as fairness: political, not metaphysical).
jueves, 1 de mayo de 2008
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