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sábado, 5 de enero de 2008

España: iglesia, transición y democracia

En este interesante artículo de Javier Pérez Royo, uno de los constitucionalistas que más habitualmente escribe en El País, se denuncian los acuerdos entre la iglesia católica y España por el modo en que se cerraron, no por lo que se acordó. Pero si no se hubiera acordado lo que se acordó, entonces tal vez tampoco nos molestaríamos en denunciar su déficit democrático.

No quiero argumentar a favor de los acuerdos tal y como están, sino sólo destacar que no todas las cosas buenas tienen un origen democrático, como, por ejemplo, la democracia misma. Destacar que lo que lleva al articulista a denunciar los acuerdos no es su proceso de redacción y aprobación, su naturaleza “antidemocrática”, sino sus contenidos, a saber, los privilegios de la iglesia católica en España. ¿Qué pasaría, sin embargo, si hubiera que renegociarlos y en ese nuevo acuerdo la iglesia lograr obtener de nuevo privilegios? ¿Es eso posible? ¿Cómo sería una negociación democrática con la iglesia? ¿Con qué iglesia? ¿También con la de Cruise y Travolta a vuelta de esquina del Congreso? ¿Cómo se escenificaría la transparencia? ¿Podría la iglesia usar sus redes de comunicación para promover sus intereses, aun cuando ese poder privilegiado sea fruto de un pacto “anticonstitucional” previo?

Hipótesis. Nada. Mientras tanto tal vez habría que intentar alcanzar una base objetiva, para demostrar que “España (ahora ya sí) ha dejado de ser católica”, deberíamos disponer de números de afiliados o bautizados o como ellos lo quieran llamar y clarificar el proceso de apostasía, de salida de la religión. Por su parte, los párrocos deberían dejar de casar a parejas que ni siquiera saben hacer el signo de la cruz, como hizo un amigo mío presionado, cómo no, por los suegros, aunque claro, eso lo deben decidir ellos, los miembros del club y no se les puede exigir desde fuera.

Mientras tanto debemos, ineluctable y desesperanzadamente, arar el camino para que nuestros hijos hereden una democracia más madura, que tal vez deberá pasar por otra transición, pero ahora con mayor acritud, porque la democracia exige tolerancia y los tolerantes no se avergüenzan por detestar al otro.