Por lo visto no se ha recibido bien el Tannhäuser del Liceo. El director de escena fue abucheado a conciencia en el estreno y la prensa tampoco se ha entusiasmado. Los motivos no me quedan claros. Da igual.
El montaje, sin embargo, es efectivo. En esta versión Tannhäuser es cualquiera de los hombres desesperados que lo contemplaban adormilados desde la platea. Es un hombre entre Venus y Elisabeth, entre el placer de los sentidos y el placer castrado de la espiritualidad, entre la concupiscencia y la fidelidad. Pero no se queda en el “entre” sino que se deleita con la una y con la otra, y, por si esto fuera poco, acaba siendo redimido de sus pecados por el sacrificio de una virgen, Elisabeth. Un triunfador al que incluso le hacen caso cuando parece haber fracasado. Al que sus amigos nunca le giran la espalda, ni siquiera cuando lo envían de malos modos a Roma para rogar el perdón de sus pecados. La diferencia entre el vilipendiado Tannhäuser y sus amigos es que ellos han renunciado a la vida del placer carnal de Venusberg antes de haberlo catado, mientras que el héroe sabe a lo que renuncia, si es que se puede decir que renuncia en momento alguno, pues tras la bajada del telón no cabe esperar que el aguijón de Venus deje de atizarlo. Ahí lo vemos superando a sus contrincantes en el concurso de alabanzas al amor, él, el iniciado en el monte de Venus, el que se ha acostado con la diosa del amor cuyos perfumes no han abandonado su ropa.
En el montaje que se presenta ahora en Barcelona, Tannhäuser tiene algo de personaje de Woody Allen. Su carácter dubitativo se manifiesta de antemano en los tres recitativos a principio del primer acto, cortados los tres en su mitad por una conjunción adversativa (“Venus me gustas mucho y me encanta vivir como un Dios, pero…”). Y luego lo observamos ir y venir, alabando ahora a Venus, después a María, la Virgen, más tarde a Elisabeth, otra virgen; o viajando a Roma a solicitar el perdón que un Papa de mal genio le niega lanzándolo de nuevo en brazos de Venus a la que al fin renuncia. Este final del libreto original lo han modificado en esta versión (un clásico ya, esto de modificar los finales) y el bueno de Tannhäuser recibe la protección de ambas mujeres, de las dos fuerzas telúricas que desde el principio de la obra lo manipulan como un títere.
Wagner no se ha postrado aún ante la cruz y no condena al pecador, antes bien lo comprende (más de lo que el pecador se comprende a sí mismo), lo redime de todos sus pecados pasados y futuros, y lo honra como debe hacerse con el que se ha atrevido a vivir lo que los otros denigran desde la ignorancia. El que conoce a la Diosa del amor. A la Diosa del amor no se la puede conocer más que yaciendo con ella, pues el amor platónico ya no existe. Incluso la casta Elisabeth sueña con el amor que describe Tannhäuser en el concurso de cantantes. Ahí la vemos, en el principio del tercer acto, masturbándose en el lecho, buscando el olor de su amado. Elisabeth sabe que el amor que ella experimenta por Tannhäuser no es amor completo y este anhelo de carne alimenta su espiritualidad.
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