El año pasado Charles Taylor publicó A Secular Age. El libro de casi 900 páginas pretende, entre otras cosas, definir la secularización.
La visión cientifista del asunto, la más en boga precisamente porque contribuye a reforzarnos en nuestra visión del mundo, es que la ciencia, la institución más prestigiosa actual, da explicaciones más coherentes, sólidas y rigurosas de la realidad y de los fenómenos a los que nos vemos sometidos, que la religión. Hay naturalmente otros fenómenos que contribuyen a la secularización, pero este es preferido por muchos de los paladines de la ciencia. Si estoy enfermo haré mejor en acudir a un médico con su título de licenciado colgado en la pared que en arrodillarme ante el cristo (siempre y cuando no dé la casualidad de que mi dolencia sane precisamente arrodillándome). La tesis sostiene que dado que la religión deja de servir para según qué cosas y puesto que se basa en procedimientos oscurantistas e irracionales, mejor será arrinconarla y mirársela como un testigo de la ignorancia y el miedo de nuestros ancestros.
Taylor cuestiona esta afirmación. Es cierto que con el paso del tiempo es más habitual que las personas de los países occidentales vean confrontadas sus creencias religiosas con aseveraciones científicas que les llevan a rechazar las primeras y a modificar su compromiso espiritual. Pero, ¿supone eso una desaparición de lo espiritual? La espiritualidad, por llamar de alguna manera a la fuerza que ha inclinado a los seres humanos hacia la religión, ¿se transforma en aceptación racional de la ciencia? ¿No queda nada más ahí? ¿No será que la vida espiritual adopta otras formas que no consisten exclusivamente en la progresiva sustitución comteana de la religión por la ciencia?
miércoles, 9 de abril de 2008
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