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viernes, 28 de diciembre de 2007

Sarkozy, el predicador

El presidente hiperactivo no ha dejado pasar la oportunidad de predicar a los franceses:

“Depuis le siècle des Lumières, l'Europe a expérimenté tant d'idéologies. Elle a mis successivement ses espoirs dans l'émancipation des individus, dans la démocratie, dans le progrès technique, dans l'amélioration des conditions économiques et sociales, dans la morale laïque. Elle s'est fourvoyée gravement dans le communisme et dans le nazisme. Aucune de ces différentes perspectives – que je ne mets évidemment pas sur le même plan - n'a été en mesure de combler le besoin profond des hommes et des femmes de trouver un sens à l'existence.

Bien sûr, fonder une famille, contribuer à la recherche scientifique, enseigner, se battre pour des idées, en particulier si ce sont celles de la dignité humaine, diriger un pays, cela peut donner du sens à une vie. Ce sont ces petites et ces grandes espérances "qui, au jour le jour, nous maintiennent en chemin" pour reprendre les termes même de l'encyclique du Saint Père. Mais elles ne répondent pas pour autant aux questions fondamentales de l'être humain sur le sens de la vie et sur le mystère de la mort. Elles ne savent pas expliquer ce qui se passe avant la vie et ce qui se passe après la mort. Ces questions sont de toutes les civilisations et de toutes les époques et ces questions essentielles n'ont rien perdu de leur pertinence, et je dirais, mais bien au contraire. Les facilités matérielles de plus en plus grandes qui sont celles des pays développés, la frénésie de consommation, l'accumulation de biens, soulignent chaque jour davantage l'aspiration profonde des hommes et des femmes à une dimension qui les dépasse, car moins que jamais elles ne la comblent.”

En pocas palabras: la pregunta por el sentido de la vida sigue presente. El subtexto del discurso es el mismo que el de la mayoría de los discursos de Benedicto XVI: han desaparecido los “valores” e impera un relativismo que no ofrece una guía a la sociedad. Que lo diga el Papa, pase, pero uno queda estupefacto al ver que lo mismo afirma el presidente de un país que se ha adherido explícitamente a la Carta de los Derechos Humanos así como a la versión europea de la misma, de un país en el que los tres conceptos están escritos en letras grandotas sobre la puerta de todas las gendarmerías del país. Está claro que la libertad, la igualdad y la fraternidad no bastan para dotar de sentido a nuestras vidas y que en otras épocas hablar de la “faena bien hecha” o del respeto a las personas mayores era como nombrar la ley de la gravedad, un hecho, normativo, es cierto, pero un hecho reconocido por todos. Pero de ahí no cabe concluir que no hay valores o que no hay respuestas y que, por tanto, tenemos que acudir a instancias que nos superen, como la naturaleza, la sociedad, las tradiciones o Dios mismo.

Esto recuerda el discurso de los comunitaristas como Charles Taylor o Michael Sandel, lo cual es interesante pues los mismos franceses, a propósito de la ley de laicidad, instauraron una manera de hablar sobre el multiculturalismo y el comunitarismo como palabros que acabarían con la tendencia unificadora republicana. No parece, pues, que la coherencia sea la virtud principal de Sarko, pero nadie ha dicho que esa sea una virtud necesaria para poder gobernar, y menos aún en las democracias del espectáculo de masas.

Las sociedades plurales no pueden apelar a nada más que a la libertad de cada cual para decidir en qué cree, lo cual (supongo que afirman los sociólogos) ha redundado en que la mayoría no cree en nada más que en tener la nevera llena, la pantalla plana y un tiempito de ocio para echarse unas risas a costa del prójimo. Puede ser que la salud moral de nuestras sociedades no sea del todo buena. Pero, ¿corresponde al presidente de la república diagnosticar los síntomas? Más aún ¿prescribir la cura?

No sé ahora mismo cómo responder estas preguntas, tan sólo apuntaría que una dosis homeopática de paternalismo ilustrado puede ser en ocasiones tonificante cuando la mayoría ha perdido el rumbo, pero que esa concentración de autoridad legal y moral sólo puede ser fruto de la casualidad, la ofuscación generalizada o de una buena retórica.

El problema del discurso de Sarko en Letrán es que tras diagnosticar la pérdida de los valores, da un paso más y se precipita hacia la trascendencia saltando por encima de la laicidad. Esta operación la bautiza con el nombre de laicidad positiva, de la que en España tenemos buen conocimiento. Se entiende por laicidad positiva lo que sostiene el artículo 16.3 de la Constitución Española: “la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. Sarko la entiende así:

“C'est pourquoi j'appelle de mes vœux l'avènement d'une laïcité positive, c'est-à-dire d'une laïcité qui, tout en veillant à la liberté de penser, à celle de croire et de ne pas croire, ne considère pas que les religions sont un danger, mais plutôt un atout (una baza)”.

Una lectura que en realidad no añade nada nuevo, pues incluso Francia ha abandonado los tiempos de un anticlericalismo del que aquí, en España, aún viven muchos ateos. Y si ahí han dejado de ser anticlericales es porque la laicidad ha hecho su tarea y ha separado desde hace más de un siglo iglesia y Estado, sin que la obligación de “tener en cuenta” las creencias religiosas haya supuesto la obligación de apoyarlas financieramente y de permitir extrañas excepciones en las escuelas.

No parece probable, sin embargo, que el bueno de Sarko se plantee una refundación de la República que vaya más allá de considerar que las confesiones religiosas organizadas posean capacidad de interlocución privilegiada.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Contra la perfección

Michael Sandel, Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot, Barcelona, 2007, trad. Ramon Vilà Vernis.

El motivo que impulsa a Sandel a reflexionar sobre la bioética es, como en todos los casos, las nuevas intervenciones posibilitadas por la ingeniería genética. Esta ciencia ha desarrollado una técnica que produce novedades con una rapidez inabarcable. La celeridad de los cambios provoca que las decisiones se tengan que adaptar a los nuevos tiempos y que la legislación deba transformarse a medida que se modifican las circunstancias técnicas.

Sandel recoge la preocupación, el asco, el rechazo, la incomodidad, la injusticia, la artificialidad, etc., todas las reacciones habituales de los que se oponen a la modificación genética con fines no terapéuticos. Las recoge pero no decide nada, sino que se pregunta si tenemos algún otro motivo para oponernos, si estas reacciones se fundan en algún principio racional. Lo que intenta es, en sus propias palabras, “articular nuestra incomodidad”. La “ética del perfeccionamiento” tiene que plantearse cuestiones para las que no está bien equipada en estos tiempos postmetafísicos, como el “estatus moral de la naturaleza” y la “actitud que deberían adoptar los seres humanos hacia el mundo que les ha sido dado” (14).

Un argumento contra el perfeccionamiento genético que suele esgrimirse es el de la igualdad: el perfeccionamiento genético sólo sería accesible para una elite, creándose desigualdades que incluso se podrían heredar, consolidándose así una división genética entre los seres humanos con recursos para perfeccionarse y los seres humanos con una dotación genética estándar. Cuando se plantea el perfeccionamiento para mejorar las prestaciones deportivas, se utiliza el mismo argumento. Sandel no cree que sea aplicable. Se detiene antes: “la cuestión fundamental no es cómo asegurar la igualdad de acceso a la mejora, sino si deberíamos aspirar a ella” (23). El problema tiene que ver, así pues, con la dignidad humana, con lo que perderíamos si aceptáramos estas prácticas, con la eventual amenaza a la libertad que representan. La pregunta por la igualdad es posterior.

Sandel se opone a la optimización genética arguyendo que “lleva a un triunfo unilateral del dominio sobre la reverencia” ante el cual reclama “una apreciación de la vida como don” (153). Para llegar a esta conclusión, utiliza el argumento de los defensores de la eugenesia, lo cual sólo es posible a partir de una concepción cuasi religiosa o moralista con la que los liberales no se sienten cómodos. Antes de pasar al argumento hay que señalar que los liberales no suelen sentirse cómodos con todo lo que sea poner límites, esto es, prohibir. Sandel no habla de prohibiciones sino de pérdida de sentido de nuestra sociedad, lo cual también incomoda a los liberales que, por definición, se limpian las manos ante todo lo que sean decisiones tomadas libremente por ciudadanos informados (siendo el grado de información algo que, como es natural, debe decidir cada cual). Así, los liberales no pueden encontrar motivos para limitar el acceso de los adultos a la pornografía del mismo modo que no los encuentran para prohibir las tiendas de chucherías en las que los niños pueden comprar con el dinero que sus padres deciden libremente darles. Igualmente, si nadie me impide que haga todo lo posible para que mis hijos sean los más adelantados de su clase ni para que los lleve a las mejores escuelas de modo que estén más preparados que los otros en la lucha por los mejores empleos y la vida más estresada, tampoco nadie debería impedirme que empiece a mejorar sus oportunidades desde antes del nacimiento, eligiendo los mejores embriones formados con espermatozoides de aguerridos anglosajones de la Ivy League y óvulos de chicas 90-60-90 a ser posible rubias y no del todo tontas.

Sandel niega el primer paso, cuestionando de este modo el argumento más manido de los defensores de la eugenesia que consiste en compararla con las mejoras posteriores al nacimiento de los niños. Lo niega porque la “hiperpaternidad” nos aleja del respeto a lo dado, y con su ambición de dominio y control “olvida el carácter recibido de la vida” (94). Este olvido conlleva un aumento de la responsabilidad de los padres, pues la paternidad que se hace cargo de hijos nacidos naturalmente (si se me permite la expresión esencialista) sólo es responsable de su cuidado, mientras que los padres de hijos “diseñados” lo son también de sus dotaciones.

Habermas también se ha opuesto a la eugenesia liberal (cf. El futuro de la naturaleza humana, Paidós y Empúries, en catalán) argumentando que viola los principios de la autonomía y de la igualdad, pues, adoptando el punto de vista de las personas clonadas o “diseñadas” por sus padres, afirma que estos individuos no podrían verse como responsables de su propia vida en el mismo grado en que pueden hacerlo los que han nacido sin intervención eugenésica. Sandel no cree que este argumento exclusivamente liberal sirva, pero recupera otro también esgrimido por Habermas, a saber, que para pensarnos como seres libres debemos atribuir nuestro origen a un comienzo que escape a toda disposición humana. Esto le lleva a concluir que “el impulso de eliminar la contingencia y dominar el misterio del nacimiento empequeñece a los padres que lo aplican y corrompe la crianza como práctica social gobernada por normas de amor incondicional” (126-127). Pérdida de humildad y aumento desproporcionado de la responsabilidad, son las consecuencias a las que deberían hacer frente los padres que incurrieran en la hybris eugenésica.

Se dirá que este argumento no es liberal. Cierto. Pero eso no disminuye su fuerza. No creo que Sandel simplemente rebusque entre nuestras intuiciones hasta encontrar una bastante fuerte para oponerse a algo que no le gusta de antemano. No está justificando a toro pasado el asco o el disgusto que le provoca la eugenesia, sino que nos alecciona, desde su cátedra/púlpito en Harvard, con la honestidad de un buen profesor/párroco. Quien tenga oídos que lo escuche. Se trata, a fin de cuentas, de si preferimos vivir en un mundo en el que el amor hacia los hijos (*) esté condicionado a sus capacidades, en el que no haya algo previamente dado que nos supere y que nos ponga a prueba, en el que ya no exista la humildad ante la naturaleza (término que suscita menos alergias que la palabra “Dios”, que también utiliza Sandel).

Parece obvio que el fundamento de las objeciones de Sandel a la optimización genética, es decir, al uso no terapéutico sino eugenésico de las técnicas genéticas, es religioso. Puede ser, pero en su caso se articula mediante un argumento sólido y consistente. Frente a los que utilizan la religión para elevar barreras a la acción humana (en este caso a la investigación científica) y los que rechazan toda pretensión que procede de la religión, Sandel opta por una vía intermedia, en la que admite que las convicciones religiosas puedan plantear preguntas relevantes pero al mismo tiempo sólo las toma en consideración si parten de un argumento: “El hecho de que una creencia moral pueda basarse en una convicción religiosa no la exime de recibir objeciones ni la inhabilita para encontrar una defensa racional” (158).

Sería, sin embargo, erróneo sostener que la visión propuesta en este libro es religiosa. Por suerte las religiones no tienen el monopolio de la humildad, la abnegación, el amor incondicional y el respeto. Un señor andaluz con el que trato a menudo siempre dice que lo primero es ser persona. Justamente de eso habla Sandel: ser personas y no manipuladores de nuestro acervo genético para satisfacer las exigencias de un capitalismo mal entendido en el que los niños son educados y pensados para adecuarse a un mercado de trabajo cuyas reglas competitivas pueden despersonalizarnos. (Esto es un sermón, cierto, pero si sólo el Papa se atreve con las admoniciones vamos listos.)

En el “Epílogo”, Sandel defiende la utilización de los embriones sobrantes congelados (unos 400.000 en los eeuu) con fines de investigación. Ofrece diversos argumentos: sostiene que son “vida humana” pero niega que puedan ser considerados seres humanos aun cuando no puede (¿y quién puede?) señalar en qué momento del desarrollo de los embriones se da el paso a la condición de ser humano y a la consiguiente dignidad que debe ser respetada. Podemos decir qué es un ser humano y qué no lo es, pero no podemos señalar en qué momento se da la transición de un grupo de células a un ser humano como tal. Pero Sandel no cree que sea necesario encontrar este momento. En todo caso, no considera que un blastocisto sea, moralmente hablando, la misma cosa que un bebé. Sin embargo, no ahonda en este argumento, y prefiere mostrar las incongruencias en las que caen los que sí sostienen la igualdad moral de estos dos, por así decir, entes: si efectivamente, como parece ser que afirman Bush y sus expertos, hay una continuidad moral entre los embriones sobrantes y los eventuales bebés que serían su resultado, entonces lo congruente sería impedir que se dieran estos embriones sobrantes, por lo que los “padres” que han permitido su fecundación pero que después no han deseado que sean implantados, pues ya han tenido los hijos que deseaban, deberían ser considerados como padres que han abandonado a sus hijos en una nevera. A lo que hay que añadir que también en la procreación natural se pierden muchos embriones, que no por ello son tomados en consideración cuando se establecen las tasas de mortalidad infantil, lo cual nos lleva a concluir que “nuestra forma de reaccionar ante la pérdida natural de embriones sugiere que no contemplamos este hecho como el equivalente moral o religioso de la muerte de un niño” (190).

No obstante eso no equivale a considerar que los embriones sean meras cosas a nuestra disposición y, por tanto, merecen respeto, aunque no el mismo que las personas. Para alcanzar un equilibrio entre estos dos polos, Sandel propone que la investigación con células madre embrionarias “siga una contención moral adecuada al misterio que rodea los primeros momentos de la vida humana” (194).

(*) “En la relación entre humanos, el amor de los padres por sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden darse”, Harry G. Frankfurt, Las razones del amor, Paidós, Barcelona, 2004: 59.