miércoles, 6 de febrero de 2008
Eagleton y Fish sobre Dawkins
Lo cierto es que en la prosa de Dawkins encontramos un tono mesiánico y utópico (en el sentido que le da John Gray al término) bastante inquietante. Es el gesto del intolerante que propone someter la democracia a la ciencia. Quien más quien menos, todos preferimos que algunas decisiones gubernamentales se tomen atendiendo a valoraciones lo más objetivas posibles y que no se dejen en manos de los prejuicios ideológicos de los gestores de la cosa pública. Pero la ciencia también puede ser ciega y eso lo debería saber bien Dawkins, que es liberal y que, por tanto, lo que debe querer es que se respeten sus derechos y querer eso, ya se sabe, implica querer que se respeten los de los otros aun cuando estos los usen de maneras absurdas.
Mientras tanto, bienvenido sea el debate, aunque sea como en este desafortunado caso, utilizando las armas de los peores enemigos.
PS: Esto a propósito de algo que dijo Eagleton el lunes pasado en su entretenida (y demasiado chistosa) conferencia en el CCCB sobre sus amigos ateos, a saber, que visto el cristianismo existente en la actualidad no tenían otra alternativa que hacerse ateos. Lo que defiende la jerarquía eclesiástica es según Eagleton, marxista y cristiano sui generis, un caricatura de la fe. Lo mínimo que habría que exigirles a los científicos que se dedican a la honesta faena de negar a Dios es que supieran esto y no se comportaran como adolescentes que un día de repente se despiertan habiendo descubierto el Mediterráneo.
viernes, 4 de enero de 2008
El viaje espiritual de Barack Obama
“That night, before I went to bed, I said a prayer of my own”.
Que quede claro, para empezar, que el candidato a la presidencia Obama tiene un dios al que rezar por las noches, cuando siente la necesidad de consuelo, y que eso es una suerte que, según él, no tuvo su madre.
“Each day, it seems, thousands of Americans are going about their daily rounds--dropping off the kids at school, driving to the office, flying to a business meeting, shopping at the mall, trying to stay on their diets--and coming to the realization that something is missing. They are deciding that their work, their possessions, their diversions, their sheer busyness are not enough. They want a sense of purpose, a narrative arc to their lives, something that will relieve a chronic loneliness or lift them above the exhausting, relentless toll of daily life. They need an assurance that somebody out there cares about them, is listening to them--that they are not just destined to travel down a long highway toward nothingness.”
Lo mismo que decía Sarkozy el otro día: que la gente no tiene bastante con consumir, sino que necesitan también alimento espiritual, en la forma de un ente superior out there que les escuche. Esta afirmación en boca de un político que aspira a tener responsabilidades ejecutivas supone un compromiso con una forma de laicidad positiva. Lo cual en los eeuu no ha lugar, pues como reza
“It was because of these newfound understandings--that religious commitment did not require me to suspend critical thinking, disengage from the battle for economic and social justice, or otherwise retreat from the world that I knew and loved--that I was finally able to walk down the aisle of
Obama, por tanto, llega a la conversión mediante la razón y la elección. Frente a la religión como vínculo tradicional que nos pasamos de padres a hijos, Obama (al igual que los cristianos renacidos) la entiende más bien como un club privado, al que uno se puede afiliar si responde a sus necesidades. Es el mercado del espíritu, en el que incluso hay una especie de defensor del consumidor que nos garantiza que podamos salir del club con las misma facilidad con que hemos entrado, algo así como lograr cambiar de operador telefónico.
“Those of us in public office may try to avoid the conversation about religious values altogether, fearful of offending anyone and claiming that--regardless of our personal beliefs--constitutional principles tie our hands on issues like abortion or school prayer. Such strategies of avoidance may work […]. But over the long haul, I think we make a mistake when we fail to acknowledge the power of faith in the lives of the American people, and so avoid joining a serious debate about how to reconcile faith with our modern, pluralistic democracy.”
Leemos en Rawls, en El liberalismo político, que los cargos públicos deben aplicar un “method of avoidance” en sus discursos, es decir, deben evitar tratar los asuntos sobre los que no es posible alcanzar un acuerdo, como, por ejemplo, los asuntos religiosos, cuando se trata de lograr un consenso básico sobre el que fundar la coexistencia social. Pero, cuando la sociedad tiene un espesor religioso, entonces los que optan a cargos políticos no pueden obviarlos, de modo que el higiénico método de evitación resulta contraproducente si se quiere ejercer un cargo, siendo por tanto lo más rentable, en términos estratégicos, la impregnación religiosa del discurso político.
“What our deliberative, pluralistic democracy demands is that the religiously motivated translate their concerns into universal, rather than religion-specific, values. It requires that their proposals must be subject to argument and amenable to reason. If I am opposed to abortion for religious reasons and seek to pass a law banning the practice, I cannot simply point to the teachings of my church or invoke God's will and expect that argument to carry the day. If I want others to listen to me, then I have to explain why abortion violates some principle that is accessible to people of all faiths, including those with no faith at all.”
Pero las contribuciones “religiosas” al debate público deben ser traducidas, y ahí encontramos de nuevo las tesis de Rawls e incluso las de Rorty en un interesante artículo (“Religion in the Public Square”) que publicó en el Journal of Religious Ethics (31.1, 2003). Lo que proponen ambos autores es una traducción de los contenidos religiosos al lenguaje de las razones, entendido este lenguaje como el que “es accesible para personas de todas las fes, incluyendo a los que no tienen ninguna fe”. Es de suponer que una aplicación estricta de esta restricción debería conllevar la desaparición de cualquier referencia a dios en las discusiones, sustituyendo todas las alusiones a las verdades reveladas, por principios que no se explican exclusivamente por su origen cristiano. Para eso están los Derechos Humanos que pueden ser ofrecidos como argumentos sin tener que aclarar cuál es su procedencia ni en qué se fundamentan, recayendo la carga de la prueba en aquellos que los cuestionan. Pero no todo el mundo tiene orejas para oírlos.
“More fundamentally, the discomfort of some progressives with any hint of religiosity has often inhibited us from effectively addressing issues in moral terms. Some of the problem is rhetorical: Scrub language of all religious content and we forfeit the imagery and terminology through which millions of Americans understand both their personal morality and social justice. Imagine
Esta parte es más compleja y supone una vuelta más de tuerca en el encaje de bolillos que es todo el discurso: evitar ofender a los creyentes u ofenderlos sólo un poco para conservar el filón de sus votantes potenciales entre los demócratas. Para lograr esto le basta con señalar el uso habitual en los eeuu del lenguaje religioso como transmisor de ideales morales y políticos. Es relevante que los ejemplos utilizados, Lincoln y King, pueden ser reconstruidos en términos no exclusivamente religiosos, con ayuda de los dos primeros artículos de
Si evitamos la religión, perdemos su potencial metafórico y pasamos a jugar con unas armas peores que el enemigo, tenemos que utilizar circunloquios y justificar cada una de nuestras sentencias, con lo que el candidato va desaventajado ya en la carrera por el cargo en tanto que ha dejado en manos de los teócratas un instrumento de persuasión para el que los estadounidenses parecen tener orejas.
El final del discurso (que no vale la pena transcribir) es una horterada babosa, que viene a confirmar que cualquier intento de analizar, aunque sólo sea de pasada como aquí, su contenido político (así como el de cualquier otro discurso pensado sobre todo para crear “sensaciones” en los eventuales electores), es vano, por decirlo suavemente. Casi se podría decir que es una inmensa pérdida de tiempo. Usando la terminología de Harry Frankfurt, es como intentar encontrar algo comestible en una mierda de toro. Sólo lo haríamos si estuviéramos muy hambrientos. Y eso que ya he desayunado.
(Me disculpo por las larguísimas citas)
lunes, 31 de diciembre de 2007
La necesidad de la hipocresía política
En este vídeo de John Edwards se pone de manifiesto la importancia de la hipocresía que necesitan los políticos para ejercer su cargo en las democracias constitucionales liberales. Se le pregunta al candidato si sus convicciones religiosas constituyen una base suficiente para oponerse a determinadas decisiones políticas, en este caso, al matrimonio entre personas del mismo sexo o gay marriage. Su respuesta:
“Si se me pregunta si apoyo el matrimonio entre personas del mismo sexo, debo responder honestamente que no. Pero, creo que es absolutamente malo que como presidente de los eeuu use mi religión como base para negar a nadie sus derechos, y no pienso hacerlo cuando sea presidente.”
Esta afirmación se halla en concordancia con la exigencia rawsliana de que los representantes políticos en el ejercicio de su cargo sepan distinguir entre lo que rige en su fuero interno y lo que es susceptible de concitar acuerdo público. En esto consiste ser una persona razonable.
Si las cosas están así, entonces ¿a qué viene que nos digan lo que realmente piensan? Si no piensan actuar en consonancia con sus convicciones “íntimas”, entonces ¿por qué declararlas? ¿Por qué no se callan?
sábado, 29 de diciembre de 2007
Sarko en Letrán: reacciones
Por ejemplo, Bayrou, el criador de caballos, propone una interesante objeción a la estrategia discursiva de Sarko. Éste, en realidad, argumenta con trampa: han desaparecido las referencias, ergo hay que ir a buscarlas a la trascendencia. La conclusión no se sigue de la premisa, pues si el argumento fuera consistente, habría que darle la razón a
“La morale de l'instituteur n'est pas inférieure à celle du prêtre. Pour Jules Ferry, elle est la morale universelle au genre humain, qui prend garde à ne choquer aucune des familles qui confient leur enfant aux maîtres.”
La república laica puede ofrecer sustitutos universalistas a la trascendencia, y puede hacerlo sin el peligro del sectarismo que siempre otea en las religiones organizadas y potentes económicamente. La prueba que debe superar es la de la confianza de las familias en que los maestros en las escuelas llevarán a sus hijos por la senda de “la moral universal del género humano”. Habría que ponderar aquí en qué consiste esta moral universal, y no estaría de más, también, aclarar en qué medida semejante afirmación no nos pone en manos de un iusnaturalismo que de nuevo pondría en cuestión todo el entramado de la laicidad. Pero, dejaremos, por ahora esta cuestión.
A Bayrou no ha tardado en responderle Raffarin, primer ministro cuando Sarko fue ministro de interior. Resulta relevante el siguiente intercambio:
“Est-ce le rôle du politique de se mêler de questions spirituelles?”
“Bien sûr. On ne peut pas limiter le politique à un rôle de technicien. Il ne s'agit pas de penser à la place des citoyens, mais pour garantir leur liberté, il faut avoir la conscience de la profondeur de la question du sens. On ne peut donc pas l'exclure du débat public.”
Sólo un idiota perdería el tiempo en analizar estas palabras que no son más que pura demagogia para apoyar a un correligionario. Pero son un síntoma de la, por algunos llamada, “reconquista religiosa del espacio público”. Cabe decir, eso sí, que una cosa es excluir del espacio público a la religión y a la cuestión del sentido, y otra muy distinta es conceder a los políticos el derecho a predicar en público. Lo cual no significa que se pueda decir que Sarko es un predicador, como afirmaba yo mismo ayer erróneamente. Más bien es un liberal moderado que no se atreve a imponer obligaciones a los creyentes que los sitúen en una posición desaventajada en relación con el resto de los ciudadanos. Es el mismo impulso que ha movido a Habermas en sus últimos libros. Un impulso que los ateos activistas como Dawkins condenan en nombre de la ciencia. A lo que sólo se puede añadir que la ciencia no ve valores, como Rorty le recordaba a Pinker (*), y que, por tanto, la inquietud de Sarko es el signo de unos tiempos que desconfían de la pretensión totalitaria de la ciencia.
Otra reacción destaca la paradoja que el presidente menos creyente de los últimos años sea el que con más firmeza invita a las religiones a participar en el debate público sobre la política republicana.
Por cierto, a todo esto, ¿qué dicen los néo-réacs? Anti-anti-sionistas, defraudados de una izquierda que sigue los dictados de una pasado bien pasado, esperanzados con un presidente que desprecia lo políticamente correcto, ¿qué dicen ante esta declaración de respeto a lo irracional? Su defensa de los “valores de Occidente”, ¿incluye a las “raíces cristianas? ¿O se refieren exclusivamente a la herencia ilustrada post-frankfurtiana?
Por último: ¿tiene sentido intentar extraer ideas del discurso de Letrán? ¿O acaso no es más que retórica? Hoy mismo, Espada, la clava: “un discurso de una gran inteligencia retórica, donde la contundencia del mensaje se aprecia mejor cuanto más favorable a sus tesis es el receptor; simétricamente, cuando menos adhesión, más se aprecian los matices compensatorios y el equilibrio de las propuesta”.
(*) “Una teoría de la naturaleza debe decirnos qué clase de persona debemos llegar a ser”: Richard Rorty, “Envidia de la filosofía” en Claves de razón práctica 167, noviembre 2006, p. 65. O también: "Science is about facts, not norms; it might tell us how we are, but it couldn’t tell us what is wrong with how we are", Jerry Fodor.
jueves, 27 de diciembre de 2007
Presidente Zapatero, ¿cree Usted en Dios?
Esto le espetó para empezar el combativo Paolo Flores d’Arcais a José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista que publicó Claves de razón práctica en abril de 2006 (nº 161). A lo que éste respondió lacónico aunque no tanto:
“Considero que este tipo de convicciones pertenece a la esfera privada y yo siento un gran pudor en manifestarlas públicamente. Un gobernante debe tener en cuenta sólo el interés general y respetar las creencias religiosas de todos, aunque no sean las propias.”
La primera parte de la respuesta se corresponde con la vulgata socialdemócrata (en Europa) y liberal (en eeuu), a saber, la privatización de las creencias religiosas: lo privado no le importa más que a aquellos a los que uno elige que les debe importar, esto es, al grupo de los correligionarios, o a la familia. A diferencia de sus inclinaciones futbolísticas que Zapatero no ha tenido empacho en declarar, las convicciones sobre la religión (que no son necesariamente religiosas, como cabe suponer que es el caso con Zapatero) son demasiado importantes para comunicarlas en público: de una parte, porque pueden sesgar el perfil de los candidatos que en las democracias de masas tienen que apelar al mayor espectro posible de la población, y, de otra parte, porque son (deberían ser) irrelevantes para desempeñar un cargo político que, en los Estados liberales, va asociado, por definición, a la neutralidad respecto a las diversas cosmovisiones existentes en la sociedad.
Aunque Zapatero se podría haber quedado satisfecho respondiendo en estos términos, añade algo más: el pudor de expresarse públicamente sobre sus creencias. Tal vez debería haberse limitado a responder con el laconismo que rige toda la entrevista en la que, por cierto, las preguntas son más largas que las respuestas, demostración del egocentrismo del filósofo y del pragmatismo poco estructurado del político. Pero no. El filósofo siente pudor, término que podemos definir en estos términos: “Sentimos pudor [...] por haber obligado al otro a ver algo que no quería, algo que lo incomoda y lo avergüenza tanto como a nosotros” (Elisenda Julibert). Lo que ocultamos apesta, “fa pudor”, y tanta vergüenza siente el que la provoca como el que sin quererlo la detecta y se avergüenza en nombre del otro, pues ha contemplado (olido) algo que no estaba pensado para que lo viera (oliera) nadie más que el que lo emite. (Basta con leer esta apestosa respuesta de Hillary Clinton: “I believe in the father, son, and Holy Spirit, and I have felt the presence of the Holy Spirit on many occasions in my years on this earth”.)
Apesten o no apesten nuestras creencias, está bien que Zapatero sienta pudor de exponerlas públicamente, porque son irrelevantes, en la medida en que todo lo que uno dice que tiene dentro (en el supuesto de que las creencias se hallen en el interior) puede ser impostado, ya que nadie puede verlo y al final sólo hay la apariencia que, como es sabido, tanto puede ser falsa como verdadera, pero siempre es real, esto es, existente. Pero sobre todo son irrelevantes porque no deben influir en sus decisiones políticas.
De lo que se sigue que las decisiones legislativas más sesgadas hacia una cosmovisión secularizada como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, no se fundamentan en una cosmovisión determinada, sino que son el resultado de una ponderación estrictamente política relativa a los derechos de los ciudadanos. O, en todo caso, sólo así están justificadas.
domingo, 23 de diciembre de 2007
Contra la perfección
Michael Sandel, Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot, Barcelona, 2007, trad. Ramon Vilà Vernis.
El motivo que impulsa a Sandel a reflexionar sobre la bioética es, como en todos los casos, las nuevas intervenciones posibilitadas por la ingeniería genética. Esta ciencia ha desarrollado una técnica que produce novedades con una rapidez inabarcable. La celeridad de los cambios provoca que las decisiones se tengan que adaptar a los nuevos tiempos y que la legislación deba transformarse a medida que se modifican las circunstancias técnicas.
Sandel recoge la preocupación, el asco, el rechazo, la incomodidad, la injusticia, la artificialidad, etc., todas las reacciones habituales de los que se oponen a la modificación genética con fines no terapéuticos. Las recoge pero no decide nada, sino que se pregunta si tenemos algún otro motivo para oponernos, si estas reacciones se fundan en algún principio racional. Lo que intenta es, en sus propias palabras, “articular nuestra incomodidad”. La “ética del perfeccionamiento” tiene que plantearse cuestiones para las que no está bien equipada en estos tiempos postmetafísicos, como el “estatus moral de la naturaleza” y la “actitud que deberían adoptar los seres humanos hacia el mundo que les ha sido dado” (14).
Un argumento contra el perfeccionamiento genético que suele esgrimirse es el de la igualdad: el perfeccionamiento genético sólo sería accesible para una elite, creándose desigualdades que incluso se podrían heredar, consolidándose así una división genética entre los seres humanos con recursos para perfeccionarse y los seres humanos con una dotación genética estándar. Cuando se plantea el perfeccionamiento para mejorar las prestaciones deportivas, se utiliza el mismo argumento. Sandel no cree que sea aplicable. Se detiene antes: “la cuestión fundamental no es cómo asegurar la igualdad de acceso a la mejora, sino si deberíamos aspirar a ella” (23). El problema tiene que ver, así pues, con la dignidad humana, con lo que perderíamos si aceptáramos estas prácticas, con la eventual amenaza a la libertad que representan. La pregunta por la igualdad es posterior.
Sandel se opone a la optimización genética arguyendo que “lleva a un triunfo unilateral del dominio sobre la reverencia” ante el cual reclama “una apreciación de la vida como don” (153). Para llegar a esta conclusión, utiliza el argumento de los defensores de la eugenesia, lo cual sólo es posible a partir de una concepción cuasi religiosa o moralista con la que los liberales no se sienten cómodos. Antes de pasar al argumento hay que señalar que los liberales no suelen sentirse cómodos con todo lo que sea poner límites, esto es, prohibir. Sandel no habla de prohibiciones sino de pérdida de sentido de nuestra sociedad, lo cual también incomoda a los liberales que, por definición, se limpian las manos ante todo lo que sean decisiones tomadas libremente por ciudadanos informados (siendo el grado de información algo que, como es natural, debe decidir cada cual). Así, los liberales no pueden encontrar motivos para limitar el acceso de los adultos a la pornografía del mismo modo que no los encuentran para prohibir las tiendas de chucherías en las que los niños pueden comprar con el dinero que sus padres deciden libremente darles. Igualmente, si nadie me impide que haga todo lo posible para que mis hijos sean los más adelantados de su clase ni para que los lleve a las mejores escuelas de modo que estén más preparados que los otros en la lucha por los mejores empleos y la vida más estresada, tampoco nadie debería impedirme que empiece a mejorar sus oportunidades desde antes del nacimiento, eligiendo los mejores embriones formados con espermatozoides de aguerridos anglosajones de
Sandel niega el primer paso, cuestionando de este modo el argumento más manido de los defensores de la eugenesia que consiste en compararla con las mejoras posteriores al nacimiento de los niños. Lo niega porque la “hiperpaternidad” nos aleja del respeto a lo dado, y con su ambición de dominio y control “olvida el carácter recibido de la vida” (94). Este olvido conlleva un aumento de la responsabilidad de los padres, pues la paternidad que se hace cargo de hijos nacidos naturalmente (si se me permite la expresión esencialista) sólo es responsable de su cuidado, mientras que los padres de hijos “diseñados” lo son también de sus dotaciones.
Habermas también se ha opuesto a la eugenesia liberal (cf. El futuro de la naturaleza humana, Paidós y Empúries, en catalán) argumentando que viola los principios de la autonomía y de la igualdad, pues, adoptando el punto de vista de las personas clonadas o “diseñadas” por sus padres, afirma que estos individuos no podrían verse como responsables de su propia vida en el mismo grado en que pueden hacerlo los que han nacido sin intervención eugenésica. Sandel no cree que este argumento exclusivamente liberal sirva, pero recupera otro también esgrimido por Habermas, a saber, que para pensarnos como seres libres debemos atribuir nuestro origen a un comienzo que escape a toda disposición humana. Esto le lleva a concluir que “el impulso de eliminar la contingencia y dominar el misterio del nacimiento empequeñece a los padres que lo aplican y corrompe la crianza como práctica social gobernada por normas de amor incondicional” (126-127). Pérdida de humildad y aumento desproporcionado de la responsabilidad, son las consecuencias a las que deberían hacer frente los padres que incurrieran en la hybris eugenésica.
Se dirá que este argumento no es liberal. Cierto. Pero eso no disminuye su fuerza. No creo que Sandel simplemente rebusque entre nuestras intuiciones hasta encontrar una bastante fuerte para oponerse a algo que no le gusta de antemano. No está justificando a toro pasado el asco o el disgusto que le provoca la eugenesia, sino que nos alecciona, desde su cátedra/púlpito en Harvard, con la honestidad de un buen profesor/párroco. Quien tenga oídos que lo escuche. Se trata, a fin de cuentas, de si preferimos vivir en un mundo en el que el amor hacia los hijos (*) esté condicionado a sus capacidades, en el que no haya algo previamente dado que nos supere y que nos ponga a prueba, en el que ya no exista la humildad ante la naturaleza (término que suscita menos alergias que la palabra “Dios”, que también utiliza Sandel).
Parece obvio que el fundamento de las objeciones de Sandel a la optimización genética, es decir, al uso no terapéutico sino eugenésico de las técnicas genéticas, es religioso. Puede ser, pero en su caso se articula mediante un argumento sólido y consistente. Frente a los que utilizan la religión para elevar barreras a la acción humana (en este caso a la investigación científica) y los que rechazan toda pretensión que procede de la religión, Sandel opta por una vía intermedia, en la que admite que las convicciones religiosas puedan plantear preguntas relevantes pero al mismo tiempo sólo las toma en consideración si parten de un argumento: “El hecho de que una creencia moral pueda basarse en una convicción religiosa no la exime de recibir objeciones ni la inhabilita para encontrar una defensa racional” (158).
Sería, sin embargo, erróneo sostener que la visión propuesta en este libro es religiosa. Por suerte las religiones no tienen el monopolio de la humildad, la abnegación, el amor incondicional y el respeto. Un señor andaluz con el que trato a menudo siempre dice que lo primero es ser persona. Justamente de eso habla Sandel: ser personas y no manipuladores de nuestro acervo genético para satisfacer las exigencias de un capitalismo mal entendido en el que los niños son educados y pensados para adecuarse a un mercado de trabajo cuyas reglas competitivas pueden despersonalizarnos. (Esto es un sermón, cierto, pero si sólo el Papa se atreve con las admoniciones vamos listos.)
En el “Epílogo”, Sandel defiende la utilización de los embriones sobrantes congelados (unos 400.000 en los eeuu) con fines de investigación. Ofrece diversos argumentos: sostiene que son “vida humana” pero niega que puedan ser considerados seres humanos aun cuando no puede (¿y quién puede?) señalar en qué momento del desarrollo de los embriones se da el paso a la condición de ser humano y a la consiguiente dignidad que debe ser respetada. Podemos decir qué es un ser humano y qué no lo es, pero no podemos señalar en qué momento se da la transición de un grupo de células a un ser humano como tal. Pero Sandel no cree que sea necesario encontrar este momento. En todo caso, no considera que un blastocisto sea, moralmente hablando, la misma cosa que un bebé. Sin embargo, no ahonda en este argumento, y prefiere mostrar las incongruencias en las que caen los que sí sostienen la igualdad moral de estos dos, por así decir, entes: si efectivamente, como parece ser que afirman Bush y sus expertos, hay una continuidad moral entre los embriones sobrantes y los eventuales bebés que serían su resultado, entonces lo congruente sería impedir que se dieran estos embriones sobrantes, por lo que los “padres” que han permitido su fecundación pero que después no han deseado que sean implantados, pues ya han tenido los hijos que deseaban, deberían ser considerados como padres que han abandonado a sus hijos en una nevera. A lo que hay que añadir que también en la procreación natural se pierden muchos embriones, que no por ello son tomados en consideración cuando se establecen las tasas de mortalidad infantil, lo cual nos lleva a concluir que “nuestra forma de reaccionar ante la pérdida natural de embriones sugiere que no contemplamos este hecho como el equivalente moral o religioso de la muerte de un niño” (190).
No obstante eso no equivale a considerar que los embriones sean meras cosas a nuestra disposición y, por tanto, merecen respeto, aunque no el mismo que las personas. Para alcanzar un equilibrio entre estos dos polos, Sandel propone que la investigación con células madre embrionarias “siga una contención moral adecuada al misterio que rodea los primeros momentos de la vida humana” (194).
(*) “En la relación entre humanos, el amor de los padres por sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden darse”, Harry G. Frankfurt, Las razones del amor, Paidós, Barcelona, 2004: 59.
viernes, 21 de diciembre de 2007
Do you read the Bible regularly, do you pray? (II)
Cualquier cosa que se diga sobre las referencias a la religión de los políticos estadounidenses tiene connotaciones electoralistas, pero todo y con ello la demagogia produce excrecencias en ocasiones relevantes, si es que uno se empeña en observar con cierta curiosidad filosófico-política. Así, la senadora Clinton hace campaña por todo el país y adecua su mensaje a las preferencias de sus potenciales votantes. Por ejemplo, acentúa su perfil metodista en el estado de Carolina del Sur, en donde el voto negro, mayoritariamente religioso, está atento a estas cosas. Por ello, un tal, Zac Wright, su portavoz en ese estado afirma:
"The senator's faith is something that's very personal and dear to her, but it's reflected in all things she does and all aspects of life, so it's a natural part of the campaign".
“En todas las cosas que hace, en todos los aspectos de su vida”. ¿En todos? ¿También en sus decisiones políticas? ¿Debe, pues, consultar con
Tal vez habría que preguntar al revés: ¿es razonable exigirle que no lo haga? ¿Que aprenda a distinguir entre lo que ella cree en su fuero interno y sus obligaciones políticas?
Sobre estas preguntas ha escrito Habermas recientemente, en lo que algunos interpretan, sin tino, como su giro religioso. Pero no se trata ahora de lo que diga tan insigne filósofo, aunque en lo que sigue hay sin duda cierta influencia de sus artículos en Entre naturalismo y religión, así como de su respuesta al ácido ataque del que ha sido objeto recientemente por el combativo Paolo Flores d’Arcais.
No es idiota presuponer que Clinton sabe distinguir entre sus creencias de consumo interno y las que puede utilizar en la plaza pública sin miedo a que no la entiendan o no puedan compartir sus opiniones. Pero otra cosa es afirmar que debe realizar siempre esta distinción y que en sus decisiones ejecutivas y legislativas (si es que tiene la oportunidad de tomarlas) no puede referirse más que a razones susceptibles de ser compartidas por todos los ciudadanos que deberán obedecer las leyes que ella habrá contribuido a redactar y aprobar.
Para responder tal vez haya que conjeturar sobre el votante medio estadounidense. Es de suponer que los ciudadanos ahí desean en su mayoría que los gobernantes crean en el Dios cristiano en cualquier de sus acepciones, pues eso los convierte de inmediato en miembros de la comunidad moral, es decir, en personas con el mismo temor de Dios que ellos y con un conjunto de intuiciones morales que hacen de un americano un americano. De modo que para el votante medio americano, al que hay que suponer creyente, no hay problema en que su presidente o sus senadores decidan en conciencia, pues decidir en conciencia es formar parte de la comunidad moral, es respetar los vínculos de la ley natural. Con lo que no hay conflicto posible entre los dictados de la conciencia y el interés nacional. Por consiguiente, no es necesario que el político sea capaz de distinguir entre sus creencias privadas y su discurso público.
Pero, claro, el argumento presenta deficiencias: ¿qué hacer con los disidentes? Pues, a diferencia de lo que piensa Romney, en los eeuu no sólo viven creyentes, sino también incrédulos.
jueves, 20 de diciembre de 2007
Do you read the Bible regularly, do you pray? (I)
Con esta pregunta iniciaba el nyt una entrevista con la senadora Hillary Rodham Clinton. No es necesario insistir en la importancia de la religiosidad de los candidatos presidenciales en los eeuu. Pero sí que se plantean dos preguntas interesantes:
a) ¿Debe el político religioso tomar decisiones políticas en conciencia? ¿Debe influir su creencia religiosa en su acción política?
b) ¿Es democrático que los representantes de las religiones organizadas y que reciben beneficios fiscales o, como en el caso de España, apoyo económico del Estado?
De todas las cuestiones que se plantean cuando se trata de la división entre Estado e Iglesia, estas dos no son las menos importantes. A la pregunta b) se puede responder con ordenamientos legales que prohíban este extremo, como es el caso, por ejemplo, en Francia, en donde desde 1905 está vigente una ley cuyo segundo artículo reza: “
Más adelante algo sobre b). La dificultad es mayor en el caso de a). En primer lugar cabe decir que en una sociedad basada en los principios del liberalismo, los ciudadanos, sin diferencia de cargos, tienen derecho a seguir los dictados de su conciencia, siendo en muchos casos reconocida la adhesión a una creencia como motivo suficiente para que se acepte la objeción de conciencia. Sin embargo, cuando se trata de cargos públicos que no pueden, por así decir, ausentarse de su cargo a conveniencia, como hizo, si no recuerdo mal el rey de Bélgica, Balduino, creo, cuando debía retificar la ley sobre el aborto, entonces no está claro que sea de aplicación lo que sostenía JFK en el discurso al que me refería hace unos días, a saber:
“But if the time should ever come--and I do not concede any conflict to be even remotely possible--when my office would require me to either violate my conscience or violate the national interest, then I would resign the office; and I hope any conscientious public servant would do the same.”
Lo que dignifica la sentencia de JFK es que en caso de conflicto entre lo que, tal vez alargando demasiado los conceptos de Weber, se podrían llamar sus convicciones y su responsabilidad, resolvería el conflicto abandonando sus responsabilidades y no decidiría éstas según sus convicciones. Ahí es donde radica el problema.
jueves, 13 de diciembre de 2007
Freedom requires religion just as religion requires freedom
Así de claro se expresa Mitt Romney, uno de los candidatos republicanos a la presidencia de los EEUU. La semana pasada conferenció con toda la parafernalia propia de los yanquis con la intención de atraer el mayor número posible de votos de los conservadores americanos suspicaces de su fe mormona. Ese parece ser que es su hándicap para ganar las elecciones. De ahí que su discurso, con el título “Faith in America”, fuera un canto a la unidad de los creyentes, sean estos de la fe que sean.
Destaca que, aunque acepta y no piensa vulnerar la tradición estadounidense de separación de Estado e Iglesia, defiende la presencia pública de la religión como elemento propio de la sociedad americana. Pero la afirmación le lleva a excluir a los ateos o increyentes o no creyentes del juego de la libertad. “La libertad es requisito de la religión del mismo modo que la religión es requisito de la libertad”. ¿Dónde quedan pues los ateos? Esos no le votan o, en todo caso, si han oído bien el mensaje, que sepan que la libertad, según el tal Romney, no va con ellos.
Algunos periodistas lo han comparado con JFK, que en un célebre discurso se defendió de los que lo atacaban por su catolicismo, y aprovechó para reconocer el derecho de todos los americanos a asistir o no a la iglesia:
“I believe in an
El discurso de JFK no sólo es más elegante, sino que en la distancia entre ambos se pone de manifiesto el auge de la tendencia teocrática en los EEUU. Por mucho que Romney se esfuerce en declarar su fidelidad a los principios de división entre iglesia y Estado, el discurso privilegia a los creyentes. Los ateos siguen siendo gente en la que no se puede confiar, pues no tienen asideros morales. De ahí que Dawkins y Dennet escriban libros tan gruesos que en