Esto le espetó para empezar el combativo Paolo Flores d’Arcais a José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista que publicó Claves de razón práctica en abril de 2006 (nº 161). A lo que éste respondió lacónico aunque no tanto:
“Considero que este tipo de convicciones pertenece a la esfera privada y yo siento un gran pudor en manifestarlas públicamente. Un gobernante debe tener en cuenta sólo el interés general y respetar las creencias religiosas de todos, aunque no sean las propias.”
La primera parte de la respuesta se corresponde con la vulgata socialdemócrata (en Europa) y liberal (en eeuu), a saber, la privatización de las creencias religiosas: lo privado no le importa más que a aquellos a los que uno elige que les debe importar, esto es, al grupo de los correligionarios, o a la familia. A diferencia de sus inclinaciones futbolísticas que Zapatero no ha tenido empacho en declarar, las convicciones sobre la religión (que no son necesariamente religiosas, como cabe suponer que es el caso con Zapatero) son demasiado importantes para comunicarlas en público: de una parte, porque pueden sesgar el perfil de los candidatos que en las democracias de masas tienen que apelar al mayor espectro posible de la población, y, de otra parte, porque son (deberían ser) irrelevantes para desempeñar un cargo político que, en los Estados liberales, va asociado, por definición, a la neutralidad respecto a las diversas cosmovisiones existentes en la sociedad.
Aunque Zapatero se podría haber quedado satisfecho respondiendo en estos términos, añade algo más: el pudor de expresarse públicamente sobre sus creencias. Tal vez debería haberse limitado a responder con el laconismo que rige toda la entrevista en la que, por cierto, las preguntas son más largas que las respuestas, demostración del egocentrismo del filósofo y del pragmatismo poco estructurado del político. Pero no. El filósofo siente pudor, término que podemos definir en estos términos: “Sentimos pudor [...] por haber obligado al otro a ver algo que no quería, algo que lo incomoda y lo avergüenza tanto como a nosotros” (Elisenda Julibert). Lo que ocultamos apesta, “fa pudor”, y tanta vergüenza siente el que la provoca como el que sin quererlo la detecta y se avergüenza en nombre del otro, pues ha contemplado (olido) algo que no estaba pensado para que lo viera (oliera) nadie más que el que lo emite. (Basta con leer esta apestosa respuesta de Hillary Clinton: “I believe in the father, son, and Holy Spirit, and I have felt the presence of the Holy Spirit on many occasions in my years on this earth”.)
Apesten o no apesten nuestras creencias, está bien que Zapatero sienta pudor de exponerlas públicamente, porque son irrelevantes, en la medida en que todo lo que uno dice que tiene dentro (en el supuesto de que las creencias se hallen en el interior) puede ser impostado, ya que nadie puede verlo y al final sólo hay la apariencia que, como es sabido, tanto puede ser falsa como verdadera, pero siempre es real, esto es, existente. Pero sobre todo son irrelevantes porque no deben influir en sus decisiones políticas.
De lo que se sigue que las decisiones legislativas más sesgadas hacia una cosmovisión secularizada como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, no se fundamentan en una cosmovisión determinada, sino que son el resultado de una ponderación estrictamente política relativa a los derechos de los ciudadanos. O, en todo caso, sólo así están justificadas.
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