Escribía hace un par de días Arcadi Espada en su célebre blog:
“Que hablen los negacionistas y también los del capirote, tan estéticamente parecidos, por cierto, a los desgarrados penitentes santeros. Ahora bien: una vez se hallen bien hablados, bien desahogados y bien descansados que intervenga la Justicia, si lo cree procedente. Cualquiera debe poder hablar, pero sabiendo que hablar no es gratis. A veces conferenciar pausadamente puede ser lo mismo que vocear la palabra «¡Fuego!» en un centro comercial iluminado por las vísperas navideñas. Hay que rendir cuentas de los delitos contra la verdad. Debe rendirlas el hombre y no el texto.”
Espada presenta de modo más mordaz lo que ya escribía hace poco T. G. Ash y que publicó El País el domingo:
“Among the essentials is freedom of expression, which has been eroded to an alarming degree, both by death threats from extremists and by misconceived pre-emptive appeasement [apaciguarlos de antemano] on the part of the state and private bodies.”
Lo que dice ya la Constitución Española, a saber, que no existe “censura previa”. Que la libertad de expresión es un principio que debe predominar sobre la eventual ofensa que podrían sentir algunos ciudadanos o sobre el daño que la expresión podría causa y que sólo se puede descubrir a posteriori, es lo que se ha aplicado en la reciente sentencia del Tribunal Constitucional a la que se refiere Espada.
Este dictamen crea perplejidad entre la ciudadanía bienpensante. Fue clarificador el silencio de los contertulios en un, así llamado, magazine de tarde de la Cadena Ser, después de hablar con un profesor de Derecho Constitucional que les dio sobrados motivos que justificaban esta medida jurisprudencial. Los normalmente dicharacheros contertulios se callaron porque de pronto se dieron cuenta de su impotencia para acallar a los “malos”, a los que no les gustan, a los que no tienen más remedio que tolerar, esto es, dejarlos hablar y esperar a que hablen para saber si hay delito o indicios de. Porque vieron que no podían usar la ley en su provecho, que no podían sesgarla para que sólo los que concuerdan con ellos puedan expresar sus ideas y se haga un silencio, regulado por las fuerzas del orden, sobre el genocidio, en definitiva, para que las convicciones se mueran, como dice John Stuart Mill que sucede cuando dejamos de discutir sobre lo que creemos que es verdad. Necesitaríamos un abogado del diablo permanente, alguien como el tal Pedro Varela de la indecente Librería Europa en el corazón de Barcelona, para que no dejemos nunca de discutir sobre el genocidio y sobre el número de asesinados, y para que se vuelva a imponer lo que es cierto, a saber, que hubo un genocidio y que los que ahora lo niegan o lo justifican habrían sido cómplices del crimen si hubieran vivido en esa época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario