Así de claro se expresa Mitt Romney, uno de los candidatos republicanos a la presidencia de los EEUU. La semana pasada conferenció con toda la parafernalia propia de los yanquis con la intención de atraer el mayor número posible de votos de los conservadores americanos suspicaces de su fe mormona. Ese parece ser que es su hándicap para ganar las elecciones. De ahí que su discurso, con el título “Faith in America”, fuera un canto a la unidad de los creyentes, sean estos de la fe que sean.
Destaca que, aunque acepta y no piensa vulnerar la tradición estadounidense de separación de Estado e Iglesia, defiende la presencia pública de la religión como elemento propio de la sociedad americana. Pero la afirmación le lleva a excluir a los ateos o increyentes o no creyentes del juego de la libertad. “La libertad es requisito de la religión del mismo modo que la religión es requisito de la libertad”. ¿Dónde quedan pues los ateos? Esos no le votan o, en todo caso, si han oído bien el mensaje, que sepan que la libertad, según el tal Romney, no va con ellos.
Algunos periodistas lo han comparado con JFK, que en un célebre discurso se defendió de los que lo atacaban por su catolicismo, y aprovechó para reconocer el derecho de todos los americanos a asistir o no a la iglesia:
“I believe in an
El discurso de JFK no sólo es más elegante, sino que en la distancia entre ambos se pone de manifiesto el auge de la tendencia teocrática en los EEUU. Por mucho que Romney se esfuerce en declarar su fidelidad a los principios de división entre iglesia y Estado, el discurso privilegia a los creyentes. Los ateos siguen siendo gente en la que no se puede confiar, pues no tienen asideros morales. De ahí que Dawkins y Dennet escriban libros tan gruesos que en
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