La manifestación, si no me equivoco, la había convocado una religión organizada que recibe apoyo económico estatal, desempeñando sus representantes un papel preferente en la convocatoria. Uno de ellos dijo que el laicismo amenazaba a la democracia. De modo que lo que tenemos es a un representante de una religión apoyada por el Estado que critica a la organización política de este mismo Estado y que señala sus déficits. Según algunos, el subtexto de esta crítica es de claro apoyo al partido de la oposición, el cual parece estar más atento que el gobierno a las reivindicaciones de este colectivo que, huelga decirlo, no representa a todos los católicos españoles o que habitan en este país. Pero eso ya forma parte de la lucha política, de la que hay que mantenerse al margen. Lo que sí que debe preguntarse es si la finalidad de la manifestación era política o, antes bien, festiva, religiosa o cívica como dicen en las radios algunos de los que asistieron. A tenor de la cita más abajo del señor Blázquez, creo, la finalidad del encuentro era, también, política, pues se proponía una revisión de la legislación, por tanto, una reacción del gobierno.
Es curiosa esta tendencia a manifestarse sin explicitar la finalidad política que se persigue, algo que no sólo practican las grandes asociaciones religiosas, sino también algunos clubs de fútbol. Si ocultan su verdadera finalidad es porque no se trata de asociaciones políticas, sino de otro cariz, es decir, de asociaciones que acogen en su seno personas que sostienen posturas políticas divergentes. Es, en definitiva, un gesto desde arriba que busca manipular a las bases politizando una organización cuyo ámbito de acción primordial no es el del César.
“Nos entristece tener que constatar que nuestro ordenamiento jurídico ha dado marcha atrás respecto a lo que
Se nos invita a volver a ese punto inicial del camino, a saber, los derechos humanos. ¿Tiene sentido discutir sobre la congruencia de esta exhortación? En democracia, sí. El problema es que el interlocutor es un frontón, que va a devolver todas las pelotas con la seguridad de quien tiene un acceso privilegiado a los derechos naturales. Sin embargo, es relevante que en su “argumentación”, los católicos organizados se refieran, de una parte, a la democracia y, de la otra, a los derechos humanos. Es decir, no basan su defensa de la familia y de los privilegios católicos sólo en la palabra revelada, o en la existencia de una supuesta mayoría sociológica católica, sino también en dos instituciones que no son exclusivamente cristianas, y que no tienen que ver con la religión, sino sobre todo con la estructura jurídica y política de la mayoría de naciones del mundo, los derechos humanos y la democracia. De modo que, siendo muy caritativos, podemos incluso afirmar que en su defensa de la familia y de sus privilegios, la jerarquía católica intenta hablar la lengua política que todos podemos entender (lo cual significaría que se está adaptando, ya digo que en una lectura muy caritativa, a las exigencias de razonabilidad rawlsianas, que ya he comentado en otra ocasión).
Dejo para otro día la referencia a la democracia, de la que, por cierto, Benedicto XVI sólo es un tibio defensor, pues la ve como la fuente del relativismo moral que, según él, impera en las sociedades decadentes del siglo XXI. Veamos lo de los derechos humanos. Una simple mirada a la lista de los derechos, nos permite cuestionar la lectura sesgada que hacen de
Se puede añadir a todo esto que conceder derechos a más personas no va en detrimento de los que ya los tienen. Así, el matrimonio entre personas del mismo sexo no recorta derechos sino que los amplía, como debería ser siempre el caso en las democracias liberales. Sin embargo, uno tiene la sensación de que las palabras no sirven y que los argumentos están fuera de lugar. Nos sentamos tres personas alrededor de una mesa y no logramos entendernos, nos chillamos, golpeamos la mesa y a cada minuto que pasa vemos cada vez más como los errores del otro se transmutan en muecas de horror en su cara. El otro que se nos opone nos parece horrible, feo, y tenemos ganas de acallarlo, de destruirlo. Con este ánimo, salimos a la calle. Nos manifestamos y queremos que sea la nuestra, nuestra visión del mundo, nuestra condición la que tenga el privilegio de decidir lo que sí se puede hacer y lo que no. Es la parte agonal de la democracia entendida como una lucha por la legislación. Una democracia en la que todas las acciones son estratégicas.
Esta situación se da en dos casos: o bien cuando los consensos fundacionales de la democracia son inestables (como parece ser que es el caso sobre la naturaleza del Reino de España) o bien cuando se tratan temas de moralidad que son susceptibles de ser legislados. En estos casos, las mayorías pueden inclinar la balanza hacia donde más les convenga, provocando así divisiones en la sociedad, y, en el caso que decidan optar por legislaciones restrictivas, estas divisiones redundarán en discriminaciones. Si, la mayoría, por el contrario, se inclina hacia una ampliación de las libertades, entonces se da la misma tensión entre las partes enfrentadas, pero como que en este caso los legisladores no son intolerantes, obligan a los otros a un ejercicio de tolerancia del que difícilmente podrán quedar libres de manera justificada.
Releo un artículo de Ronald Dworkin sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y encuentro su argumento democrático y liberal en contra de los que quieren tener el patrimonio para definir la forma que deben adoptar nuestras costumbres: este “razonamiento presupone que la cultura que perfila nuestros valores es propiedad de algunos (los que en el momento detentan el poder político) para poder esculpirla en la forma que ellos admiran. Es un profundo error: en una sociedad auténticamente libre, el mundo de las ideas y los valores no pertenece a nadie y pertenece a todos” (Claves de razón práctica 167, noviembre 2006, p. 9).
Se dirá que el argumento se podría aplicar al gobierno que ha introducido la modificación en el Código Penal español que permite que las personas del mismo sexo se casen, pero la objeción no ha lugar, pues la diferencia entre los que amplían derechos y los que se empecinan en mantenerlos en su forma presente, es que los primeros dejan que cada cual decida si se quiere acoger a esta nueva fórmula, mientras que los segundos deciden en nombre de todos. Esto es, los primeros respetan las libertades individuales y los segundos limitan el número de los que se pueden acoger a ellas.
4 comentarios:
De este tema ya hablé extensamente aquí y aquí. En mi opinión, cualquier postura en favor del matrimonio homosexual desconoce la sistematicidad del Código Civil o la obvia a sabiendas en aras de la demagogia más brutal. La interpretación que haces en este artículo de la Declaración de los DDHH (que, es cierto, no nos vincula a los católicos, pero sí en cierta medida a los demócratas) resulta también errónea y simplista. Estoy dispuesto a discutirlo.
Supongamos que usted y yo no argumentamos únicamente con la finalidad de defender lo que ya creemos (supuesto harto improbable). Es decir, supongamos que ni usted ni yo tenemos un juicio previo sobre la homosexualidad, que no nos parece ni mala ni buena. Supongamos que ni siquiera conocemos nuestras inclinaciones sexuales, esto es, supongamos que nos hallamos tras el velo de ignorancia que propone Rawls. Y supongamos que usted y yo pensamos por un momento que podría darse el caso de que, una vez levantado ese velo, fuéramos homosexuales.
¿Escribiría usted, entonces, lo que suele escribir? ¿Hablaría usted de sí mismo como de un ser degenerado, como un monstruo? ¿Quién es el monstruo aquí?
Sí, escribiría exactamente igual sobre los homosexuales y sobre cualquier otra conducta que me parezca deplorable. El velo de Rawls es regla de equidad, no de justicia.
Cher Monsieur, je ne vous comprends pas.
Publicar un comentario