lunes, 31 de diciembre de 2007

La necesidad de la hipocresía política

Michael Walzer, tal vez el filósofo de la política más agudo, sostiene que la hipocresía es el grado cero de la moralidad, que su presencia es un síntoma de la moral.

En este vídeo de John Edwards se pone de manifiesto la importancia de la hipocresía que necesitan los políticos para ejercer su cargo en las democracias constitucionales liberales. Se le pregunta al candidato si sus convicciones religiosas constituyen una base suficiente para oponerse a determinadas decisiones políticas, en este caso, al matrimonio entre personas del mismo sexo o gay marriage. Su respuesta:

“Si se me pregunta si apoyo el matrimonio entre personas del mismo sexo, debo responder honestamente que no. Pero, creo que es absolutamente malo que como presidente de los eeuu use mi religión como base para negar a nadie sus derechos, y no pienso hacerlo cuando sea presidente.”

Esta afirmación se halla en concordancia con la exigencia rawsliana de que los representantes políticos en el ejercicio de su cargo sepan distinguir entre lo que rige en su fuero interno y lo que es susceptible de concitar acuerdo público. En esto consiste ser una persona razonable.

Si las cosas están así, entonces ¿a qué viene que nos digan lo que realmente piensan? Si no piensan actuar en consonancia con sus convicciones “íntimas”, entonces ¿por qué declararlas? ¿Por qué no se callan?

sábado, 29 de diciembre de 2007

Sarko en Letrán: reacciones

En Francia, al parecer, el clima de debate es más sano que por estas latitudes. De ahí que la genuflexión de Sarko ante la cruz haya suscitado interesantes reacciones que ayudan a aclarar el estado de la laicidad francesa.

Por ejemplo, Bayrou, el criador de caballos, propone una interesante objeción a la estrategia discursiva de Sarko. Éste, en realidad, argumenta con trampa: han desaparecido las referencias, ergo hay que ir a buscarlas a la trascendencia. La conclusión no se sigue de la premisa, pues si el argumento fuera consistente, habría que darle la razón a la Conferencia Episcopal Española en su rechazo (estratégico, que no doctrinal) a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Bayrou lo dice así de claro:

“La morale de l'instituteur n'est pas inférieure à celle du prêtre. Pour Jules Ferry, elle est la morale universelle au genre humain, qui prend garde à ne choquer aucune des familles qui confient leur enfant aux maîtres.”

La república laica puede ofrecer sustitutos universalistas a la trascendencia, y puede hacerlo sin el peligro del sectarismo que siempre otea en las religiones organizadas y potentes económicamente. La prueba que debe superar es la de la confianza de las familias en que los maestros en las escuelas llevarán a sus hijos por la senda de “la moral universal del género humano”. Habría que ponderar aquí en qué consiste esta moral universal, y no estaría de más, también, aclarar en qué medida semejante afirmación no nos pone en manos de un iusnaturalismo que de nuevo pondría en cuestión todo el entramado de la laicidad. Pero, dejaremos, por ahora esta cuestión.

A Bayrou no ha tardado en responderle Raffarin, primer ministro cuando Sarko fue ministro de interior. Resulta relevante el siguiente intercambio:

Est-ce le rôle du politique de se mêler de questions spirituelles?”

“Bien sûr. On ne peut pas limiter le politique à un rôle de technicien. Il ne s'agit pas de penser à la place des citoyens, mais pour garantir leur liberté, il faut avoir la conscience de la profondeur de la question du sens. On ne peut donc pas l'exclure du débat public.”

Sólo un idiota perdería el tiempo en analizar estas palabras que no son más que pura demagogia para apoyar a un correligionario. Pero son un síntoma de la, por algunos llamada, “reconquista religiosa del espacio público”. Cabe decir, eso sí, que una cosa es excluir del espacio público a la religión y a la cuestión del sentido, y otra muy distinta es conceder a los políticos el derecho a predicar en público. Lo cual no significa que se pueda decir que Sarko es un predicador, como afirmaba yo mismo ayer erróneamente. Más bien es un liberal moderado que no se atreve a imponer obligaciones a los creyentes que los sitúen en una posición desaventajada en relación con el resto de los ciudadanos. Es el mismo impulso que ha movido a Habermas en sus últimos libros. Un impulso que los ateos activistas como Dawkins condenan en nombre de la ciencia. A lo que sólo se puede añadir que la ciencia no ve valores, como Rorty le recordaba a Pinker (*), y que, por tanto, la inquietud de Sarko es el signo de unos tiempos que desconfían de la pretensión totalitaria de la ciencia.

Otra reacción destaca la paradoja que el presidente menos creyente de los últimos años sea el que con más firmeza invita a las religiones a participar en el debate público sobre la política republicana.

Por cierto, a todo esto, ¿qué dicen los néo-réacs? Anti-anti-sionistas, defraudados de una izquierda que sigue los dictados de una pasado bien pasado, esperanzados con un presidente que desprecia lo políticamente correcto, ¿qué dicen ante esta declaración de respeto a lo irracional? Su defensa de los “valores de Occidente”, ¿incluye a las “raíces cristianas? ¿O se refieren exclusivamente a la herencia ilustrada post-frankfurtiana?

Por último: ¿tiene sentido intentar extraer ideas del discurso de Letrán? ¿O acaso no es más que retórica? Hoy mismo, Espada, la clava: “un discurso de una gran inteligencia retórica, donde la contundencia del mensaje se aprecia mejor cuanto más favorable a sus tesis es el receptor; simétricamente, cuando menos adhesión, más se aprecian los matices compensatorios y el equilibrio de las propuesta”.

(*) “Una teoría de la naturaleza debe decirnos qué clase de persona debemos llegar a ser”: Richard Rorty, “Envidia de la filosofía” en Claves de razón práctica 167, noviembre 2006, p. 65. O también: "Science is about facts, not norms; it might tell us how we are, but it couldn’t tell us what is wrong with how we are", Jerry Fodor.


viernes, 28 de diciembre de 2007

Sarkozy, el predicador

El presidente hiperactivo no ha dejado pasar la oportunidad de predicar a los franceses:

“Depuis le siècle des Lumières, l'Europe a expérimenté tant d'idéologies. Elle a mis successivement ses espoirs dans l'émancipation des individus, dans la démocratie, dans le progrès technique, dans l'amélioration des conditions économiques et sociales, dans la morale laïque. Elle s'est fourvoyée gravement dans le communisme et dans le nazisme. Aucune de ces différentes perspectives – que je ne mets évidemment pas sur le même plan - n'a été en mesure de combler le besoin profond des hommes et des femmes de trouver un sens à l'existence.

Bien sûr, fonder une famille, contribuer à la recherche scientifique, enseigner, se battre pour des idées, en particulier si ce sont celles de la dignité humaine, diriger un pays, cela peut donner du sens à une vie. Ce sont ces petites et ces grandes espérances "qui, au jour le jour, nous maintiennent en chemin" pour reprendre les termes même de l'encyclique du Saint Père. Mais elles ne répondent pas pour autant aux questions fondamentales de l'être humain sur le sens de la vie et sur le mystère de la mort. Elles ne savent pas expliquer ce qui se passe avant la vie et ce qui se passe après la mort. Ces questions sont de toutes les civilisations et de toutes les époques et ces questions essentielles n'ont rien perdu de leur pertinence, et je dirais, mais bien au contraire. Les facilités matérielles de plus en plus grandes qui sont celles des pays développés, la frénésie de consommation, l'accumulation de biens, soulignent chaque jour davantage l'aspiration profonde des hommes et des femmes à une dimension qui les dépasse, car moins que jamais elles ne la comblent.”

En pocas palabras: la pregunta por el sentido de la vida sigue presente. El subtexto del discurso es el mismo que el de la mayoría de los discursos de Benedicto XVI: han desaparecido los “valores” e impera un relativismo que no ofrece una guía a la sociedad. Que lo diga el Papa, pase, pero uno queda estupefacto al ver que lo mismo afirma el presidente de un país que se ha adherido explícitamente a la Carta de los Derechos Humanos así como a la versión europea de la misma, de un país en el que los tres conceptos están escritos en letras grandotas sobre la puerta de todas las gendarmerías del país. Está claro que la libertad, la igualdad y la fraternidad no bastan para dotar de sentido a nuestras vidas y que en otras épocas hablar de la “faena bien hecha” o del respeto a las personas mayores era como nombrar la ley de la gravedad, un hecho, normativo, es cierto, pero un hecho reconocido por todos. Pero de ahí no cabe concluir que no hay valores o que no hay respuestas y que, por tanto, tenemos que acudir a instancias que nos superen, como la naturaleza, la sociedad, las tradiciones o Dios mismo.

Esto recuerda el discurso de los comunitaristas como Charles Taylor o Michael Sandel, lo cual es interesante pues los mismos franceses, a propósito de la ley de laicidad, instauraron una manera de hablar sobre el multiculturalismo y el comunitarismo como palabros que acabarían con la tendencia unificadora republicana. No parece, pues, que la coherencia sea la virtud principal de Sarko, pero nadie ha dicho que esa sea una virtud necesaria para poder gobernar, y menos aún en las democracias del espectáculo de masas.

Las sociedades plurales no pueden apelar a nada más que a la libertad de cada cual para decidir en qué cree, lo cual (supongo que afirman los sociólogos) ha redundado en que la mayoría no cree en nada más que en tener la nevera llena, la pantalla plana y un tiempito de ocio para echarse unas risas a costa del prójimo. Puede ser que la salud moral de nuestras sociedades no sea del todo buena. Pero, ¿corresponde al presidente de la república diagnosticar los síntomas? Más aún ¿prescribir la cura?

No sé ahora mismo cómo responder estas preguntas, tan sólo apuntaría que una dosis homeopática de paternalismo ilustrado puede ser en ocasiones tonificante cuando la mayoría ha perdido el rumbo, pero que esa concentración de autoridad legal y moral sólo puede ser fruto de la casualidad, la ofuscación generalizada o de una buena retórica.

El problema del discurso de Sarko en Letrán es que tras diagnosticar la pérdida de los valores, da un paso más y se precipita hacia la trascendencia saltando por encima de la laicidad. Esta operación la bautiza con el nombre de laicidad positiva, de la que en España tenemos buen conocimiento. Se entiende por laicidad positiva lo que sostiene el artículo 16.3 de la Constitución Española: “la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española”. Sarko la entiende así:

“C'est pourquoi j'appelle de mes vœux l'avènement d'une laïcité positive, c'est-à-dire d'une laïcité qui, tout en veillant à la liberté de penser, à celle de croire et de ne pas croire, ne considère pas que les religions sont un danger, mais plutôt un atout (una baza)”.

Una lectura que en realidad no añade nada nuevo, pues incluso Francia ha abandonado los tiempos de un anticlericalismo del que aquí, en España, aún viven muchos ateos. Y si ahí han dejado de ser anticlericales es porque la laicidad ha hecho su tarea y ha separado desde hace más de un siglo iglesia y Estado, sin que la obligación de “tener en cuenta” las creencias religiosas haya supuesto la obligación de apoyarlas financieramente y de permitir extrañas excepciones en las escuelas.

No parece probable, sin embargo, que el bueno de Sarko se plantee una refundación de la República que vaya más allá de considerar que las confesiones religiosas organizadas posean capacidad de interlocución privilegiada.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Presidente Zapatero, ¿cree Usted en Dios?

Esto le espetó para empezar el combativo Paolo Flores d’Arcais a José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista que publicó Claves de razón práctica en abril de 2006 (nº 161). A lo que éste respondió lacónico aunque no tanto:

“Considero que este tipo de convicciones pertenece a la esfera privada y yo siento un gran pudor en manifestarlas públicamente. Un gobernante debe tener en cuenta sólo el interés general y respetar las creencias religiosas de todos, aunque no sean las propias.”

La primera parte de la respuesta se corresponde con la vulgata socialdemócrata (en Europa) y liberal (en eeuu), a saber, la privatización de las creencias religiosas: lo privado no le importa más que a aquellos a los que uno elige que les debe importar, esto es, al grupo de los correligionarios, o a la familia. A diferencia de sus inclinaciones futbolísticas que Zapatero no ha tenido empacho en declarar, las convicciones sobre la religión (que no son necesariamente religiosas, como cabe suponer que es el caso con Zapatero) son demasiado importantes para comunicarlas en público: de una parte, porque pueden sesgar el perfil de los candidatos que en las democracias de masas tienen que apelar al mayor espectro posible de la población, y, de otra parte, porque son (deberían ser) irrelevantes para desempeñar un cargo político que, en los Estados liberales, va asociado, por definición, a la neutralidad respecto a las diversas cosmovisiones existentes en la sociedad.

Aunque Zapatero se podría haber quedado satisfecho respondiendo en estos términos, añade algo más: el pudor de expresarse públicamente sobre sus creencias. Tal vez debería haberse limitado a responder con el laconismo que rige toda la entrevista en la que, por cierto, las preguntas son más largas que las respuestas, demostración del egocentrismo del filósofo y del pragmatismo poco estructurado del político. Pero no. El filósofo siente pudor, término que podemos definir en estos términos: “Sentimos pudor [...] por haber obligado al otro a ver algo que no quería, algo que lo incomoda y lo avergüenza tanto como a nosotros” (Elisenda Julibert). Lo que ocultamos apesta, “fa pudor”, y tanta vergüenza siente el que la provoca como el que sin quererlo la detecta y se avergüenza en nombre del otro, pues ha contemplado (olido) algo que no estaba pensado para que lo viera (oliera) nadie más que el que lo emite. (Basta con leer esta apestosa respuesta de Hillary Clinton: “I believe in the father, son, and Holy Spirit, and I have felt the presence of the Holy Spirit on many occasions in my years on this earth”.)

Apesten o no apesten nuestras creencias, está bien que Zapatero sienta pudor de exponerlas públicamente, porque son irrelevantes, en la medida en que todo lo que uno dice que tiene dentro (en el supuesto de que las creencias se hallen en el interior) puede ser impostado, ya que nadie puede verlo y al final sólo hay la apariencia que, como es sabido, tanto puede ser falsa como verdadera, pero siempre es real, esto es, existente. Pero sobre todo son irrelevantes porque no deben influir en sus decisiones políticas.

De lo que se sigue que las decisiones legislativas más sesgadas hacia una cosmovisión secularizada como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, no se fundamentan en una cosmovisión determinada, sino que son el resultado de una ponderación estrictamente política relativa a los derechos de los ciudadanos. O, en todo caso, sólo así están justificadas.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Contra la perfección

Michael Sandel, Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot, Barcelona, 2007, trad. Ramon Vilà Vernis.

El motivo que impulsa a Sandel a reflexionar sobre la bioética es, como en todos los casos, las nuevas intervenciones posibilitadas por la ingeniería genética. Esta ciencia ha desarrollado una técnica que produce novedades con una rapidez inabarcable. La celeridad de los cambios provoca que las decisiones se tengan que adaptar a los nuevos tiempos y que la legislación deba transformarse a medida que se modifican las circunstancias técnicas.

Sandel recoge la preocupación, el asco, el rechazo, la incomodidad, la injusticia, la artificialidad, etc., todas las reacciones habituales de los que se oponen a la modificación genética con fines no terapéuticos. Las recoge pero no decide nada, sino que se pregunta si tenemos algún otro motivo para oponernos, si estas reacciones se fundan en algún principio racional. Lo que intenta es, en sus propias palabras, “articular nuestra incomodidad”. La “ética del perfeccionamiento” tiene que plantearse cuestiones para las que no está bien equipada en estos tiempos postmetafísicos, como el “estatus moral de la naturaleza” y la “actitud que deberían adoptar los seres humanos hacia el mundo que les ha sido dado” (14).

Un argumento contra el perfeccionamiento genético que suele esgrimirse es el de la igualdad: el perfeccionamiento genético sólo sería accesible para una elite, creándose desigualdades que incluso se podrían heredar, consolidándose así una división genética entre los seres humanos con recursos para perfeccionarse y los seres humanos con una dotación genética estándar. Cuando se plantea el perfeccionamiento para mejorar las prestaciones deportivas, se utiliza el mismo argumento. Sandel no cree que sea aplicable. Se detiene antes: “la cuestión fundamental no es cómo asegurar la igualdad de acceso a la mejora, sino si deberíamos aspirar a ella” (23). El problema tiene que ver, así pues, con la dignidad humana, con lo que perderíamos si aceptáramos estas prácticas, con la eventual amenaza a la libertad que representan. La pregunta por la igualdad es posterior.

Sandel se opone a la optimización genética arguyendo que “lleva a un triunfo unilateral del dominio sobre la reverencia” ante el cual reclama “una apreciación de la vida como don” (153). Para llegar a esta conclusión, utiliza el argumento de los defensores de la eugenesia, lo cual sólo es posible a partir de una concepción cuasi religiosa o moralista con la que los liberales no se sienten cómodos. Antes de pasar al argumento hay que señalar que los liberales no suelen sentirse cómodos con todo lo que sea poner límites, esto es, prohibir. Sandel no habla de prohibiciones sino de pérdida de sentido de nuestra sociedad, lo cual también incomoda a los liberales que, por definición, se limpian las manos ante todo lo que sean decisiones tomadas libremente por ciudadanos informados (siendo el grado de información algo que, como es natural, debe decidir cada cual). Así, los liberales no pueden encontrar motivos para limitar el acceso de los adultos a la pornografía del mismo modo que no los encuentran para prohibir las tiendas de chucherías en las que los niños pueden comprar con el dinero que sus padres deciden libremente darles. Igualmente, si nadie me impide que haga todo lo posible para que mis hijos sean los más adelantados de su clase ni para que los lleve a las mejores escuelas de modo que estén más preparados que los otros en la lucha por los mejores empleos y la vida más estresada, tampoco nadie debería impedirme que empiece a mejorar sus oportunidades desde antes del nacimiento, eligiendo los mejores embriones formados con espermatozoides de aguerridos anglosajones de la Ivy League y óvulos de chicas 90-60-90 a ser posible rubias y no del todo tontas.

Sandel niega el primer paso, cuestionando de este modo el argumento más manido de los defensores de la eugenesia que consiste en compararla con las mejoras posteriores al nacimiento de los niños. Lo niega porque la “hiperpaternidad” nos aleja del respeto a lo dado, y con su ambición de dominio y control “olvida el carácter recibido de la vida” (94). Este olvido conlleva un aumento de la responsabilidad de los padres, pues la paternidad que se hace cargo de hijos nacidos naturalmente (si se me permite la expresión esencialista) sólo es responsable de su cuidado, mientras que los padres de hijos “diseñados” lo son también de sus dotaciones.

Habermas también se ha opuesto a la eugenesia liberal (cf. El futuro de la naturaleza humana, Paidós y Empúries, en catalán) argumentando que viola los principios de la autonomía y de la igualdad, pues, adoptando el punto de vista de las personas clonadas o “diseñadas” por sus padres, afirma que estos individuos no podrían verse como responsables de su propia vida en el mismo grado en que pueden hacerlo los que han nacido sin intervención eugenésica. Sandel no cree que este argumento exclusivamente liberal sirva, pero recupera otro también esgrimido por Habermas, a saber, que para pensarnos como seres libres debemos atribuir nuestro origen a un comienzo que escape a toda disposición humana. Esto le lleva a concluir que “el impulso de eliminar la contingencia y dominar el misterio del nacimiento empequeñece a los padres que lo aplican y corrompe la crianza como práctica social gobernada por normas de amor incondicional” (126-127). Pérdida de humildad y aumento desproporcionado de la responsabilidad, son las consecuencias a las que deberían hacer frente los padres que incurrieran en la hybris eugenésica.

Se dirá que este argumento no es liberal. Cierto. Pero eso no disminuye su fuerza. No creo que Sandel simplemente rebusque entre nuestras intuiciones hasta encontrar una bastante fuerte para oponerse a algo que no le gusta de antemano. No está justificando a toro pasado el asco o el disgusto que le provoca la eugenesia, sino que nos alecciona, desde su cátedra/púlpito en Harvard, con la honestidad de un buen profesor/párroco. Quien tenga oídos que lo escuche. Se trata, a fin de cuentas, de si preferimos vivir en un mundo en el que el amor hacia los hijos (*) esté condicionado a sus capacidades, en el que no haya algo previamente dado que nos supere y que nos ponga a prueba, en el que ya no exista la humildad ante la naturaleza (término que suscita menos alergias que la palabra “Dios”, que también utiliza Sandel).

Parece obvio que el fundamento de las objeciones de Sandel a la optimización genética, es decir, al uso no terapéutico sino eugenésico de las técnicas genéticas, es religioso. Puede ser, pero en su caso se articula mediante un argumento sólido y consistente. Frente a los que utilizan la religión para elevar barreras a la acción humana (en este caso a la investigación científica) y los que rechazan toda pretensión que procede de la religión, Sandel opta por una vía intermedia, en la que admite que las convicciones religiosas puedan plantear preguntas relevantes pero al mismo tiempo sólo las toma en consideración si parten de un argumento: “El hecho de que una creencia moral pueda basarse en una convicción religiosa no la exime de recibir objeciones ni la inhabilita para encontrar una defensa racional” (158).

Sería, sin embargo, erróneo sostener que la visión propuesta en este libro es religiosa. Por suerte las religiones no tienen el monopolio de la humildad, la abnegación, el amor incondicional y el respeto. Un señor andaluz con el que trato a menudo siempre dice que lo primero es ser persona. Justamente de eso habla Sandel: ser personas y no manipuladores de nuestro acervo genético para satisfacer las exigencias de un capitalismo mal entendido en el que los niños son educados y pensados para adecuarse a un mercado de trabajo cuyas reglas competitivas pueden despersonalizarnos. (Esto es un sermón, cierto, pero si sólo el Papa se atreve con las admoniciones vamos listos.)

En el “Epílogo”, Sandel defiende la utilización de los embriones sobrantes congelados (unos 400.000 en los eeuu) con fines de investigación. Ofrece diversos argumentos: sostiene que son “vida humana” pero niega que puedan ser considerados seres humanos aun cuando no puede (¿y quién puede?) señalar en qué momento del desarrollo de los embriones se da el paso a la condición de ser humano y a la consiguiente dignidad que debe ser respetada. Podemos decir qué es un ser humano y qué no lo es, pero no podemos señalar en qué momento se da la transición de un grupo de células a un ser humano como tal. Pero Sandel no cree que sea necesario encontrar este momento. En todo caso, no considera que un blastocisto sea, moralmente hablando, la misma cosa que un bebé. Sin embargo, no ahonda en este argumento, y prefiere mostrar las incongruencias en las que caen los que sí sostienen la igualdad moral de estos dos, por así decir, entes: si efectivamente, como parece ser que afirman Bush y sus expertos, hay una continuidad moral entre los embriones sobrantes y los eventuales bebés que serían su resultado, entonces lo congruente sería impedir que se dieran estos embriones sobrantes, por lo que los “padres” que han permitido su fecundación pero que después no han deseado que sean implantados, pues ya han tenido los hijos que deseaban, deberían ser considerados como padres que han abandonado a sus hijos en una nevera. A lo que hay que añadir que también en la procreación natural se pierden muchos embriones, que no por ello son tomados en consideración cuando se establecen las tasas de mortalidad infantil, lo cual nos lleva a concluir que “nuestra forma de reaccionar ante la pérdida natural de embriones sugiere que no contemplamos este hecho como el equivalente moral o religioso de la muerte de un niño” (190).

No obstante eso no equivale a considerar que los embriones sean meras cosas a nuestra disposición y, por tanto, merecen respeto, aunque no el mismo que las personas. Para alcanzar un equilibrio entre estos dos polos, Sandel propone que la investigación con células madre embrionarias “siga una contención moral adecuada al misterio que rodea los primeros momentos de la vida humana” (194).

(*) “En la relación entre humanos, el amor de los padres por sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden darse”, Harry G. Frankfurt, Las razones del amor, Paidós, Barcelona, 2004: 59.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Do you read the Bible regularly, do you pray? (II)


Cualquier cosa que se diga sobre las referencias a la religión de los políticos estadounidenses tiene connotaciones electoralistas, pero todo y con ello la demagogia produce excrecencias en ocasiones relevantes, si es que uno se empeña en observar con cierta curiosidad filosófico-política. Así, la senadora Clinton hace campaña por todo el país y adecua su mensaje a las preferencias de sus potenciales votantes. Por ejemplo, acentúa su perfil metodista en el estado de Carolina del Sur, en donde el voto negro, mayoritariamente religioso, está atento a estas cosas. Por ello, un tal, Zac Wright, su portavoz en ese estado afirma:

"The senator's faith is something that's very personal and dear to her, but it's reflected in all things she does and all aspects of life, so it's a natural part of the campaign".

“En todas las cosas que hace, en todos los aspectos de su vida”. ¿En todos? ¿También en sus decisiones políticas? ¿Debe, pues, consultar con la Biblia (o con sus intérpretes autorizados) o hablar con Dios antes de votar o de firmar o de discurrir?

Tal vez habría que preguntar al revés: ¿es razonable exigirle que no lo haga? ¿Que aprenda a distinguir entre lo que ella cree en su fuero interno y sus obligaciones políticas?

Sobre estas preguntas ha escrito Habermas recientemente, en lo que algunos interpretan, sin tino, como su giro religioso. Pero no se trata ahora de lo que diga tan insigne filósofo, aunque en lo que sigue hay sin duda cierta influencia de sus artículos en Entre naturalismo y religión, así como de su respuesta al ácido ataque del que ha sido objeto recientemente por el combativo Paolo Flores d’Arcais.

No es idiota presuponer que Clinton sabe distinguir entre sus creencias de consumo interno y las que puede utilizar en la plaza pública sin miedo a que no la entiendan o no puedan compartir sus opiniones. Pero otra cosa es afirmar que debe realizar siempre esta distinción y que en sus decisiones ejecutivas y legislativas (si es que tiene la oportunidad de tomarlas) no puede referirse más que a razones susceptibles de ser compartidas por todos los ciudadanos que deberán obedecer las leyes que ella habrá contribuido a redactar y aprobar.

Para responder tal vez haya que conjeturar sobre el votante medio estadounidense. Es de suponer que los ciudadanos ahí desean en su mayoría que los gobernantes crean en el Dios cristiano en cualquier de sus acepciones, pues eso los convierte de inmediato en miembros de la comunidad moral, es decir, en personas con el mismo temor de Dios que ellos y con un conjunto de intuiciones morales que hacen de un americano un americano. De modo que para el votante medio americano, al que hay que suponer creyente, no hay problema en que su presidente o sus senadores decidan en conciencia, pues decidir en conciencia es formar parte de la comunidad moral, es respetar los vínculos de la ley natural. Con lo que no hay conflicto posible entre los dictados de la conciencia y el interés nacional. Por consiguiente, no es necesario que el político sea capaz de distinguir entre sus creencias privadas y su discurso público.

Pero, claro, el argumento presenta deficiencias: ¿qué hacer con los disidentes? Pues, a diferencia de lo que piensa Romney, en los eeuu no sólo viven creyentes, sino también incrédulos.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Do you read the Bible regularly, do you pray? (I)


“I wonder if you could tell us a little bit about that more personal side of your faith – what does it look like today in terms of spiritual habits? Do you read the Bible regularly, do you pray?”

Con esta pregunta iniciaba el nyt una entrevista con la senadora Hillary Rodham Clinton. No es necesario insistir en la importancia de la religiosidad de los candidatos presidenciales en los eeuu. Pero sí que se plantean dos preguntas interesantes:

a) ¿Debe el político religioso tomar decisiones políticas en conciencia? ¿Debe influir su creencia religiosa en su acción política?

b) ¿Es democrático que los representantes de las religiones organizadas y que reciben beneficios fiscales o, como en el caso de España, apoyo económico del Estado?

De todas las cuestiones que se plantean cuando se trata de la división entre Estado e Iglesia, estas dos no son las menos importantes. A la pregunta b) se puede responder con ordenamientos legales que prohíban este extremo, como es el caso, por ejemplo, en Francia, en donde desde 1905 está vigente una ley cuyo segundo artículo reza: “La République ne reconnaît, ne salarie ni ne subventionne aucun culte”. En el país vecino esta ley sigue vigente si bien fue objeto de discusiones hace dos años, con motivo de su centenario, en las que se planteaba su actualidad para una sociedad que ya ha aprendido a convivir con el catolicismo pero que aún no sabe como habérselas con la “minoría” musulmana. Tal vez se encuentre una respuesta contundente a esta pregunta en los artículos 26 (“Il est interdit de tenir des réunions politiques dans les locaux servant habituellement à l'exercice d'un culte”) y 35 (“Si un discours prononcé ou un écrit affiché ou distribué publiquement dans les lieux où s'exerce le culte, contient une provocation directe à résister à l'exécution des lois […] le ministre du culte qui s'en sera rendu coupable sera puni d'un emprisonnement de trois mois à deux ans”). Tal vez este segundo artículo (si rigiera en España), sería de aplicación para los clérigos que han animado a sus feligreses a la objeción de conciencia en relación con la tan discutida asignatura de educación para la ciudadanía.

Más adelante algo sobre b). La dificultad es mayor en el caso de a). En primer lugar cabe decir que en una sociedad basada en los principios del liberalismo, los ciudadanos, sin diferencia de cargos, tienen derecho a seguir los dictados de su conciencia, siendo en muchos casos reconocida la adhesión a una creencia como motivo suficiente para que se acepte la objeción de conciencia. Sin embargo, cuando se trata de cargos públicos que no pueden, por así decir, ausentarse de su cargo a conveniencia, como hizo, si no recuerdo mal el rey de Bélgica, Balduino, creo, cuando debía retificar la ley sobre el aborto, entonces no está claro que sea de aplicación lo que sostenía JFK en el discurso al que me refería hace unos días, a saber:

“But if the time should ever come--and I do not concede any conflict to be even remotely possible--when my office would require me to either violate my conscience or violate the national interest, then I would resign the office; and I hope any conscientious public servant would do the same.

Lo que dignifica la sentencia de JFK es que en caso de conflicto entre lo que, tal vez alargando demasiado los conceptos de Weber, se podrían llamar sus convicciones y su responsabilidad, resolvería el conflicto abandonando sus responsabilidades y no decidiría éstas según sus convicciones. Ahí es donde radica el problema.

martes, 18 de diciembre de 2007

Constituciones extrañas

El juicio sobre la reciente Constitución de Bolivia, aún no ratificada y a la que le espera un futuro más bien incierto, difícilmente no será precipitado. Aún cuando uno no tenga un conocimiento profundo de los intríngulis constitucionalistas, basta leer unas cuantas páginas para comprobar que no se parece en casi nada a los textos legales de las democracias liberales. La pregunta es si un país como Bolivia necesita una constitución liberal al uso, o si lo más adecuado para sus peculiares orografía, economía, historia y demografía, así como posición geopolítica, es un texto legal distinto a los que caracterizan la tradición liberal.

Es distinto por su exhaustividad y por su pretensión, por así decir, “revolucionaria”, de refundación del país sobre nuevas bases. El colonialismo dejó un reguero de ignorancia, muerte y, también, en el mejor de los casos, tecnología y orden. El postcolonialismo no sólo tiene que gestionar esta triste herencia, sino que además debe hacerlo con instrumentos nuevos y antiguos a la vez. La llave de Evo es el indigenismo. El nuevo Estado se funda en los indígenas, y la legalidad pasa a reconocer una validez jurídica inusitada a las prácticas originarias, como las llaman.

Joaquim Ibarz, el polémico corresponsal de La Vanguardia en América Latina, analizaba el domingo la división del país y la resistencia de las regiones orientales a los mandatos de La Paz. Según él, unos de los focos del problema es la sustitución de las divisiones territoriales por las mancomunidades de origen indígena. Lo dicho, refundación del país.

Alguna alma ingenua pedirá un juicio ecuánime. Intenté hace meses algo así y, como no podía ser de otra manera, fracasé. En una cuestión así lo que cuenta es la toma de partido, o eso parece.

La única alternativa decente sería contrastar las afirmaciones con la realidad sin pasar por las estadísticas sobre las opiniones de los ciudadanos. ¿Qué se ha conseguido? ¿Qué se conseguirá?

Pero, claro, a fin de cuentas no serán las mejoras o empeoramientos en la vida de los bolivianos el único criterio, pues la, así llamada, geopolítica cuenta más. Sobre todo visto desde el plácido occidente, donde los conflictos siguen siendo pacíficos (casi todos) y las cuestiones constitucionales sólo nos ensucian de tinta (casi siempre).

viernes, 14 de diciembre de 2007

Cálculo vital

Peter Singer enseña algunas cosas interesantes en sus textos. Entre otras que cuando se trata de tomar decisiones sobre la vida y la muerte de seres humanos es usual que se sopesen argumentos utilitaristas, de modo que no sólo se argumenta a partir de principios (p. ej., el carácter sagrado de la vida), sino siguiendo consideraciones acerca de las consecuencias de adoptar según que cauces de acción.
Así, uno de los motivos para no mantener con vida (o matar) a los (presuntos) seres humanos nacidos sin cerebro es el enorme gasto que requiere mantenerlos en los hospitales, por no decir nada aquí del sufrimiento de los familiares, un sufrimiento que no puede ser aliviado más que con la desaparición de un ser que apenas merecería el calificativo de ser humano pues (siguiendo con el caso propuesto por Singer) no tiene ni posibilidad de sentir ni de prever ni de hacer planes ni de alegrarse por nada ni de perseguir sus objetivos.
Lo curioso es que en algunos casos se da el argumento contrario, a saber: no matar para evitar los gastos que esto comporta, de modo que en este caso el principio no matarás no se encuentra en oposición con el principio utilitarista, sino que van de la mano.
Al menos eso es lo que dice hoy la versión papel de La Vanguardia a propósito de la derogación de la pena de muerte en el estado de Nueva Jersey y que se encuentra en más detalle en la prensa estadounidense:

"The call to abolish the death penalty became an economic issue when the New Jersey Policy Perspective published a report in 2006: "Money for Nothing? The Financial Cost of New Jersey's Death Penalty."
It estimated the cost of the 1982 legislation at $253 million, owing to the cost of maintaining death row, providing legal counsel.
According to the report, the Legislature has appropriated between $2.3 million and $2.6 million annually to public defenders to cover the costs of representing defendants in capital-murder cases.
Housing inmates on death row cost the state $84,400 for each inmate, compared with $32,400 for inmates in the general population, according to the state Department of Corrections."

Dado que en este caso la derogación de la pena de muerte "sale más barata" que mantener a los presos en las mismas condiciones que aquellos que cumplen otros tipos de penas, el argumento basado en el rechazo a la muerte de personas se ve apoyado por consideraciones económicas.

Algunos tal vez se escandalicen. Los que hayan leído a Singer apenas se inmutarán, pues saben que cuando de moral se trata, en realidad, no somos intransigentes, sino que adoptamos distintos puntos de vista y argumentos de origen dispar, decidiendo en última instancia por muchos motivos y no sólo por la supuesta pureza de corazón que debería guiar todas nuestras decisiones si nos pensáramos a nosotros mismos como seres, sobre todo, morales, en el sentido kantiano y cristiano del término. Pero es que justamente ser cristiano es, a veces si no siempre, ensuciarse las manos. Si hay suerte, sólo nos untaremos con dinero.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Freedom requires religion just as religion requires freedom

Así de claro se expresa Mitt Romney, uno de los candidatos republicanos a la presidencia de los EEUU. La semana pasada conferenció con toda la parafernalia propia de los yanquis con la intención de atraer el mayor número posible de votos de los conservadores americanos suspicaces de su fe mormona. Ese parece ser que es su hándicap para ganar las elecciones. De ahí que su discurso, con el título “Faith in America”, fuera un canto a la unidad de los creyentes, sean estos de la fe que sean.

Destaca que, aunque acepta y no piensa vulnerar la tradición estadounidense de separación de Estado e Iglesia, defiende la presencia pública de la religión como elemento propio de la sociedad americana. Pero la afirmación le lleva a excluir a los ateos o increyentes o no creyentes del juego de la libertad. “La libertad es requisito de la religión del mismo modo que la religión es requisito de la libertad”. ¿Dónde quedan pues los ateos? Esos no le votan o, en todo caso, si han oído bien el mensaje, que sepan que la libertad, según el tal Romney, no va con ellos.

Algunos periodistas lo han comparado con JFK, que en un célebre discurso se defendió de los que lo atacaban por su catolicismo, y aprovechó para reconocer el derecho de todos los americanos a asistir o no a la iglesia:

“I believe in an America where religious intolerance will someday end--where all men and all churches are treated as equal--where every man has the same right to attend or not attend the church of his choice”


El discurso de JFK no sólo es más elegante, sino que en la distancia entre ambos se pone de manifiesto el auge de la tendencia teocrática en los EEUU. Por mucho que Romney se esfuerce en declarar su fidelidad a los principios de división entre iglesia y Estado, el discurso privilegia a los creyentes. Los ateos siguen siendo gente en la que no se puede confiar, pues no tienen asideros morales. De ahí que Dawkins y Dennet escriban libros tan gruesos que en la Europa continental nos parecen exagerados y obvios, mientras que los yanquis aún se escandalizan con el ateísmo, como señoras victorianas a las que se les suelta el refajo de tantas picardías como se cuentan a la hora del te.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

La negación del genocidio

La negación de un hecho sin emitir juicios de valor tiene que ver, según los magistrados de los que hablaba en el anterior post, con la libertad científica, lo cual en nuestro caso se basa en el supuesto de que la historia es una ciencia (idea reconfortante tras tanta deconstrucción de los hechos e intertextualidad de los documentos). Sin embargo, la argumentación no se apoya en la libertad científica, sino en el vínculo que cabe establecer entre la negación del genocidio y la amenaza a las minorías. Según los magistrados no es posible establecer un vínculo semejante en el caso de la negación, pero sí en el de la justificación, de ahí que decidan la supresión de la primera y no la de la segunda. Consideran que la justificación raya con el discurso del odio el cual ha sido objeto de jurisprudencia europea y considerado de forma unánime como un uso injustificado de la libertad de expresión, o mejor, un uso de la libertad de expresión que no se atiene a su verdaderos fines, a saber, la discusión pública en la que no se amenaza a los individuos.

No hay duda de que para llegar a esta interpretación hay que entender la justificación de manera restrictiva. Es decir, justificar no es explicar, no es comprender, no es perdonar, sino que justificar se entiende aquí como dar pábulo, apoyar e incentivar. Como dice la sentencia la justificación equivale a “incitación indirecta”.

Los votos particulares en contra de la decisión son muy instructivos. Los más punzantes son los que se refieren justamente a las circunstancias sociales presentes en las que “no puede negarse el rebrote” de actitudes xenófobas o discriminadoras. Sostienen algunos de los cuatro magistrados que discrepan de la decisión mayoritaria que, con la declaración de inconstitucionalidad de la negación, España se aleja de la más reciente legislación europea al respecto, pretendiendo emular un modelo como el americano, en el que, por cierto, no hay antecedentes históricos que reclamen la protección de las minorías frente al discurso del odio, como sí existen, y no es necesario mencionarlos, en nuestro continente.

Otro de los argumentos ofrecidos en contra de la sentencia consiste en sostener que si se define la justificación como “incitación indirecta” (como dice Pascual Sala Sánchez), esta misma definición se podría aplicar a la negación, la cual sólo un ingenuo consideraría que pretende colaborar a la discusión histórica, ergo científica, sino que su naturaleza es política o, para no desprestigiar este término, delictiva.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Diletantismo constitucional

Me refería el otro día a la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la inconstitucionalidad de la negación del genocidio que se había introducido en el Código Penal (607.2) en 2003. Paso a citar algunos de los puntos de la sentencia.
En primer lugar lo que afirmaban las partes que consideran constitucional este artículo:

“La conducta sancionada por el art. 607.2 CP, consistente en difundir ideas o doctrinas que nieguen o justifiquen el genocidio, no puede ser interpretada como una modalidad de apología del genocidio; no obstante, ambos defienden la constitucionalidad de dicho precepto por considerar que el derecho a la libertad de expresión no puede ofrecer cobertura a los mencionados comportamientos. A su modo de ver, la negación o justificación de un genocidio encierra un peligro potencial para bienes jurídicos de la máxima importancia y, por ello, no puede considerarse amparada por el derecho a la libertad de expresión. Dicho peligro potencial supondría, además, justificación suficiente para su punición, sin que ello supusiera confrontación alguna con el principio de intervención mínima propio del Derecho penal.

Esto es, a pesar de que el Derecho Penal parte del principio de intervención mínima y, por tanto, protege por norma el derecho a la libertad de expresión en los casos en los que este entra en conflicto con otros derechos, a pesar de esto, el peligro potencial que suponen las justificaciones y negaciones del genocidio justifican (valga la redundancia) que se limite la libertad de expresión. El debate es, pues, menos importante que el peligro. Un peligro que afecta a la estabilidad del sistema democrático así como a los derechos de las minorías religiosas, étnicas o raciales.

Frente a esta argumentación los magistrados que han apoyado la sentencia de inconstitucionalidad sostienen que

“nuestro ordenamiento constitucional no permite la tipificación como delito de la mera transmisión de ideas, ni siquiera en los casos en que se trate de ideas execrables por resultar contrarias a la dignidad humana”.

La palabra clave es “mera”, “mera transmisión”. Distinguen, pues, los magistrados entre transmitir una opinión y azuzar a alguien para que haga algo en contra de la dignidad humana. El argumento se basa en la superioridad de la Constitución sobre el Derecho Penal, debiendo éste estar siempre subsumido a aquella.
Sin duda este argumento depende de las circunstancias sociales. Cabe suponer que si existieran efectivamente colectivos que estuvieran amenazados por los negadores y existiera la posibilidad que estos colectivos fueran “incitados” a abandonar el país, entonces la jurisprudencia iría en otra dirección. La decisión depende pues del grado de estabilidad y paz social en la que se lleva a cabo la expresión de estas “ideas execrables”. A fin de cuentas, la Librería Europa lleva muchos años en Barcelona y la gente pasa pacíficamente por delante, e incluso puede entrar a discutir con el tal Pedro Varela y sólo verá a unos pocos neonazis entrar en la tienda y salir de ella desplegando una esvástica recién adquirida como tuve la oportunidad de contemplar yo mismo hace unos años: un joven pelado y bien vestido que desplegaba la bandera de marras ante su novia que lo esperaba sentada en la moto del idiota. Los neonazis son una minoría que ni siquiera puede entrar ya en muchos campos de futbol, de los que han sido excluidos en la que sea tal vez la única medida decente de verdad adoptada por los dirigentes deportivos. Como tal los tratan los magistrados. Una minoría en cuyo nombre no tiene sentido desproteger un bien jurídico como la libertad de expresión. Esperemos que tengan cintura para cambiar de opinión si las circunstancias lo requieren.

Otra pregunta: ¿es una bandera con la esvástica la expresión de una opinión?

viernes, 7 de diciembre de 2007

Amigo, no te calles

Escribía hace un par de días Arcadi Espada en su célebre blog:

“Que hablen los negacionistas y también los del capirote, tan estéticamente parecidos, por cierto, a los desgarrados penitentes santeros. Ahora bien: una vez se hallen bien hablados, bien desahogados y bien descansados que intervenga la Justicia, si lo cree procedente. Cualquiera debe poder hablar, pero sabiendo que hablar no es gratis. A veces conferenciar pausadamente puede ser lo mismo que vocear la palabra «¡Fuego!» en un centro comercial iluminado por las vísperas navideñas. Hay que rendir cuentas de los delitos contra la verdad. Debe rendirlas el hombre y no el texto.”

Espada presenta de modo más mordaz lo que ya escribía hace poco T. G. Ash y que publicó El País el domingo:

“Among the essentials is freedom of expression, which has been eroded to an alarming degree, both by death threats from extremists and by misconceived pre-emptive appeasement [apaciguarlos de antemano] on the part of the state and private bodies.”

Lo que dice ya la Constitución Española, a saber, que no existe “censura previa”. Que la libertad de expresión es un principio que debe predominar sobre la eventual ofensa que podrían sentir algunos ciudadanos o sobre el daño que la expresión podría causa y que sólo se puede descubrir a posteriori, es lo que se ha aplicado en la reciente sentencia del Tribunal Constitucional a la que se refiere Espada.

Este dictamen crea perplejidad entre la ciudadanía bienpensante. Fue clarificador el silencio de los contertulios en un, así llamado, magazine de tarde de la Cadena Ser, después de hablar con un profesor de Derecho Constitucional que les dio sobrados motivos que justificaban esta medida jurisprudencial. Los normalmente dicharacheros contertulios se callaron porque de pronto se dieron cuenta de su impotencia para acallar a los “malos”, a los que no les gustan, a los que no tienen más remedio que tolerar, esto es, dejarlos hablar y esperar a que hablen para saber si hay delito o indicios de. Porque vieron que no podían usar la ley en su provecho, que no podían sesgarla para que sólo los que concuerdan con ellos puedan expresar sus ideas y se haga un silencio, regulado por las fuerzas del orden, sobre el genocidio, en definitiva, para que las convicciones se mueran, como dice John Stuart Mill que sucede cuando dejamos de discutir sobre lo que creemos que es verdad. Necesitaríamos un abogado del diablo permanente, alguien como el tal Pedro Varela de la indecente Librería Europa en el corazón de Barcelona, para que no dejemos nunca de discutir sobre el genocidio y sobre el número de asesinados, y para que se vuelva a imponer lo que es cierto, a saber, que hubo un genocidio y que los que ahora lo niegan o lo justifican habrían sido cómplices del crimen si hubieran vivido en esa época.

jueves, 6 de diciembre de 2007

La autoridad de saltarse la ley

La prensa mexicana, como es natural, está más atenta que nosotros europeos a la construcción del muro fronterizo por las autoridades de los EEUU. El 23 de octubre en El Universal periódico de calidad irregular, transcribía las declaraciones de Michael Chertoff, secretario de Seguridad Interna estadounidense, a propósito de la reanudación de los trabajos de construcción de la barda, como la llaman ahí. La construcción se había detenido al plantearse dudas sobre los daños que el muro podría provocar a la fauna del cercano Parque Nacional de Arizona, por ejemplo, al impedir el libre desplazamiento de jaguares y otros animales.

Con la intención de evitar los “riesgos inaceptables” para la seguridad nacional de estos parones en la construcción del muro, Chertoff se apoyaba en los poderes especiales que le concede la REAL ID Act de 2005:

“Estamos tratando de respetar la parte sustancial del proceso ambiental y estamos utilizando la autoridad para saltarnos la ley donde pareciera que la gente simplemente intenta detenernos o frenarnos en nuestro trabajo lanzándonos obstáculos procesales”.


El soberano es, como se sabe, el que puede hacer leyes para ser más soberano aún, esto es, leyes para salvar las restricciones legales.

El argumento de la agencia federal consiste también en afirmar que los daños medioambientales causados por el paso de los inmigrantes y toda la mugre que dejan a su paso son aún peores que los que pueda causar la higiénica barda.

speedy construction of the fence will help lead to control of the border and reduce trash and other environmental damage generated by illegal immigrant traffic”.


De eso “habla” también hoy El Roto.


miércoles, 5 de diciembre de 2007

La targeta sanitaria, patente de ciudadanía

Hay partidos políticos que parecen pensados para cambiar de opinión con el viento. Observamos así que el partido nacionalista e independentista Esquerra Republicana de Catalunya ha cambiado de rumbo en los últimos años con una periodicidad y asiduidad que tiene a sus bases tan desorientadas como satisfechas con las progresivas cuotas de poder que han ido consiguiendo en las últimas elecciones (un éxito en decadencia, por cierto). El último cambio de rumbo operado supone un abandono del esencialismo nacionalista en el reconocimiento de la ciudadanía. Según el último movimiento de su cabecilla, el ínclito Josep Lluís Carod-Rovira, son ciudadanos de Cataluña y, por tanto, podrían participar en un eventual referéndum por la independencia del territorio previsto, según este partido, para 2014, los que están vinculados administrativamente con la Generalitat de Catalunya. Los motivos del referéndum no nos interesan aquí, sobre todo porque son cuestiones sometidas a las coyunturas políticas a las que suelen ser tan sensibles los políticos, que viven en perpetuo vaivén sometidos al oleaje caprichoso de las mayorías y de las minorías, de los votos de más y de menos.

Lo interesante es que en el caso que efectivamente se pudiera hacer este referéndum que por ahora (y por muchos años) sólo es ficción, habría que determinar quién podría votar. Esta cuestión no suscita problemas en los Estados consolidados, pero sí en las, así llamadas, naciones sin Estado, que no disponen de certificados que acrediten la nacionalidad de sus ciudadanos, sino sólo su filiación en relación con el Estado del que justamente se quieren independizar. Además, dado que en el siglo XXI ya no sirven las explicaciones de índole étnica, cultural o lingüística, el vínculo administrativo se convierte en una patente de ciudadanía que cumple con los mínimos requisitos de inclusividad de las sociedades liberales en tanto que trata de antemano a los ciudadanos como iguales sin hacerlo en virtud de su ascendencia:

La entrevista con Carod (a cargo de Jordi Barbeta y Francesc Bracero) y la cita:


¿A quién se convocará en ese referéndum?

A la Catalunya real. El elemento que identifica a sus miembros es la tarjeta sanitaria catalana, el único elemento que está por encima de nacionalidades, de ciudadanías.

¿Eso incluye a los inmigrantes, aunque no tengan legalizada su residencia en España?

Quiero dar el derecho a poder decidir el futuro del país de acogida a aquellos que hoy ya son catalanes de hecho, aunque legalmente quizás no lo sean de derecho. Sean árabes o latinos, africanos o chinos, podrán votar en el referéndum de independencia del 2014. Y estos 7,5 millones de catalanes ¿qué elemento tienen en común?: La tarjeta sanitaria. Claro que habría que fijar un periodo mínimo de residencia previa en el país para poder ejercer ese derecho.

¿Usted cree que el derecho de voto de los inmigrantes reúne el consenso en Catalunya?

Probablemente es uno de los problemas que tendremos que superar. La fecha del 2014 no fue improvisada. Tiene la ventaja de que nos queda tiempo suficiente para superar éste y otros obstáculos.

Parece que ya no le preocupan las esencias patrias.

No soy un especialista en esencias. A mí me gusta observar la realidad y, sobre todo, imaginarme el futuro. Lo que tenemos diferente estos siete millones y medio de catalanes es el pasado. Lo único que tenemos igual es el presente, y lo que más nos conviene es compartir el futuro.”


La propuesta parece un brindis al sol, pero en términos teóricos supone un desarrollo coherente del llamado “nacionalismo cívico”, es decir, el que defiende los derechos de una nación (si bien aquí habría que desarrollar en qué medida es Cataluña una nación y qué criterios adoptamos para atribuirle tal carácter) sin discriminar a los ciudadanos que habitan el territorio, antes bien con la intención de luchar por ampliar sus derechos y de luchar porque se satisfagan sus necesidades.

Esto podría ser lo que dice el bueno de Carod. Pero, como es sabido, los políticos hablan en lenguas que no son las de la razón ni las de la teoría ni las de la buena fe. De modo que ya podemos nosotros rompernos la cabeza para intentar entender lo que dicen y buscar ideas en sus discursos hueros, que no tardarán en refutarse y refutarnos con sus actos, sus volantazos y sus intereses partidistas.

Dicho esto, la idea parece buena y coherente con ciertos principios morales y con los derechos humanos. El referéndum como tal resulta una idea, cuando menos, absurda, pero sólo por la novedad que supondría dejar que los extranjeros votaran en igualdad con los indígenas, sólo por eso, ya valdría la pena vivirlo.

martes, 4 de diciembre de 2007

Verdades y mitos de la ecología: Se buscan lectores escépticos

El siglo XXI, hijo bastardo de la Ilustración, cree que aún es posible hacer frente a los mitos y lugares comunes en los que reposa nuestra confianza en que mañana saldrá el sol. Sin embargo, quedan siempre rincones por limpiar, estereotipos que se resisten al análisis crítico, creencias que, en definitiva, nos mantienen en vida y mantienen boyante una determinada imagen del mundo. Así, quien más quien menos, está convencido de que las reservas energéticas del mundo son escasas, de que los veranos son más cálidos cada año que pasa, de que la comida es de peor calidad y de que la humanidad está cavando alegremente su propia tumba. Es este uno de los pocos asuntos en los que coinciden las instituciones y la opinión pública. El acuerdo es unánime. No es extraño pues que se acoja con incomodidad cualquier intento de poner en tela de juicio al espíritu ecologista de nuestros tiempos. En esta línea se encuentra “El ecologista escéptico” de Bjorn Lomborg que lleva ya un par de años, desde su publicación primero en danés y luego en inglés (Cambridge University Press), levantando ampollas entre científicos, activistas y políticos ecológicos. Tanta discusión se debe al peculiar e irritante estilo de Lomborg que mezcla a partes iguales el espíritu científico y el provocador, derribando con uno lo que construye con otro.

Lomborg, fue director del Centro de evaluación medioambiental de Dinamarca (2002-2004) creado por el gobierno de Anders Fogh Rasmussen, y en la actualidad es profesor de la Escuelala Inquisición. El científico persigue la verdad contra viento y marea, como un mártir. Para que esta verdad sea más creíble, Lomborg se dotó, en El ecologista escéptico, de una apariencia bien científica: 500 páginas de texto, 100 de notas y 60 de bibliografía. Ni más ni menos. Un solo libro para demostrar lo ilusorio de la paranoia ecologista del presente. Además, la denuncia de Lomborg no es gratuita. Según él, si el mundo no va tan mal como parece, entonces no se deben dedicar tantos recursos a su conservación o a la prevención de supuestos males. Así, según sus cálculos, sería más barato paliar los efectos negativos de la emisión de CO2, que reducir sus emisiones como propone el Protocolo de Kyoto. En pocas palabras: Bush II tiene razón. de Negocios de Copenhague y del Centro para el Consenso de Copenhague, presenta una tesis diáfana (y por ello mismo sospechosa): las estadísticas sobre el estado del mundo referidas al hambre, a la deforestación, al agujero de ozono, a la desaparición de especies, a las reservas de energía fósil, etc., no han sido correctamente interpretadas por las diversas instituciones internacionales y organizaciones ecologistas. Con base en las mismas estadísticas, Lomborg concluye que el estado del mundo no es tan preocupante como creemos o nos han hecho creer, y que las medidas preventivas recomendadas por el pensamiento ecológico están destinadas a paliar un problema que no existe y que no es esperable que exista. Lomborg se presenta como el único tuerto en un mundo de ciegos, y afirma que los agoreros y tremendistas mensajes sobre el mal estado del mundo con que nos bombardean los medios de comunicación no han pasado el examen de la crítica. Para enfrentarse a los lugares comunes e indiscutidos del ecologismo se requiere, según Lomborg, un atrevimiento parejo al de los ilustrados ante el tribunal de la Inquisición. El científico persigue la verdad contra viento y marea, como un mártir (así se expresa él por teléfono). Para que esta verdad sea más creíble, Lomborg se dotó, en El ecologista escéptico, de una apariencia bien científica: 500 páginas de texto, 100 de notas y 60 de bibliografía. Ni más ni menos. Un solo libro para demostrar lo ilusorio de la paranoia ecologista del presente. Además, la denuncia de Lomborg no es gratuira. Según él, si el mundo no va tan mal como parece, entonces no se deben dedicar tantos recursos a la conservación o a la prevención de supuestos males. Así, según sus cálculos, sería más barato paliar los efectos negativos de la emisión de CO2, que reducir sus emisiones, como proopone el Protocolo de Kyoto. Algo con lo que el gobierno de Bush no puede más que estar de acuerdo.

Es probable que cualquier lector poco ducho en asuntos estadísticos o científicos se contagie del escepticismo lomborgiano ante el catastrofismo ecologista. Sin embargo, es difícil no poner en duda unos argumentos basados casi siempre en cierta opacidad estadística y en una retórica autocomplaciente y engañosa. De botón, tres muestras: “el descenso en la calidad del semen se debe al gran aumento en la frecuencia de los contactos sexuales en los últimos cincuenta años”; hoy hay más gente que muere de hambre que en el pasado pero constituyen un porcentaje menor del total; las organizaciones ecologistas publican únicamente los resultados que sustentan sus tesis. Sin comentarios.

No es extraño que el libro fuera recibido con animadversión. El debate tuvo lugar no sólo en Dinamarca, en donde se publicaron más de trescientos artículos en la prensa, sino también en foros científicos internacionales como la revista Scientific American. Los ataques procedieron de todos los frentes: numerosos científicos refutaron las conclusiones de Lomborg cuestionando el uso que hace de las fuentes y la lectura parcial y capciosa de las estadísticas, y los activistas medioambientales pusieron en tela de juicio las motivaciones políticas del autor.

En Dinamarca el debate llegó a las autoridades. El anuncio del nuevo gobierno conservador de crear un instituto encargado de valorar los costes de la prevención de riesgos medioambientales y la sospecha, finalmente corroborada, de que pensaban en Lomborg para dirigirla, llevaron a cinco ciudadanos, inspirados por la máxima de Kierkegaard, “¡Quiero honestidad!”, a presentar una denuncia de “deshonestidad científica” ante el Ministerio de Investigación. La comisión de científicos, inicialmente pensada para casos de bioética relacionados con el ámbito de la salud, se vio desbordada por la tarea: ¿puede mentir un científico? ¿Puede equivocarse? ¿Cuál es la diferencia? ¿Es posible saber si Lomborg ha tergiversado los datos deliberadamente? ¿Es la estadística una ciencia propiamente dicha? La decisión final, ahora hace un año, un dechado de vaguedad, constataba que Lomborg había hecho un uso parcial de la información pero que su deshonestidad no había sido intencionada. Más tarde, Ministerio de ciencias danés revocó el fallo, y exigió la creación de una nueva comisión que revisara el caso sin caer en prejuicios políticos o en debilidades ideológicas. Lomborg, mientras tanto, pudo cantar victoria desde su despacho en Copenhague, y no dudó en afirmar que era víctima del espíritu inquisitorial de estos tiempos ecologistas, a los que se oponía desde una imparcial persecución de la verdad en la estela del pensamiento ilustrado que ahuyenta los mitos del presente. Un mártir de la causa neoliberal.

No obstante, lo de Lomborg no es tan novedoso. Su propuesta se enmarca en una larga tradición de críticos tecno-optimistas, como me comentó Joaquim Valdivielso del Departamento de Filosofía de la Universitat de les Illes Balears. Según este investigador, “Lomborg no ha entendido la cuestión ecológica y demuestra una gran incomprensión del reto que supone para las ciencias entender procesos complejos marcados por la interdependencia, la incertidumbre y las relaciones causales sistémicas”. Añade que “tras la aparente neutralidad ideológica de Lomborg, se oculta una fe fáustica en la tecnociencia y una defensa dolosa del establishment de negocios, instituciones, relaciones de poder y discursos que se beneficia y depende de que las cosas sigan igual”.

No es este el lugar ni alcanza mi competencia para rebatir las provocadoras tesis del enfant terrible danés. Prescindiendo de sus motivaciones políticas y de las de sus adversarios, la virtud del libro de Lomborg radica en su puesta en cuestión del pensamiento políticamente correcto de la ecología. El libro ya está en la plaza pública, los temas están servidos, es la hora de plantear el debate público. De debatir y de rebatir. Son muchos los que hubieran preferido que se callara, pero no son pocos los que querrán aprovecharse de su optimismo. Nuestro futuro y el de la Tierra, mientras tanto, andan en juego. O, cuando menos, eso parece.

Bjorn Lomborg, El ecologista escéptico, Espasa, 632 págs., trad. Jesús Fabregat Carrascosa.

Webs relacionadas con el “caso Lomborg

www.nepenthes.dk

www.vtu.dk

El pasado septiembre publicó un nuevo libro: Cool it - The Skeptical Envirommentalist's Guide to Global Warming, Marshall Cavendish. Y una reseña.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Bjørn Lomborg: el así llamado ecologista escéptico

Hace un par de años, más o menos, le dediqué unas semanas a Bjørn Lomborg y a su libro El ecologista escéptico, que aquí publicó Espasa de la edición original en Cambridge University Press. El amparo de esta prestigiosa editorial académica que, supuestamente, basa sus publicaciones en informes anónimos de especialistas, ha contribuido a prestigiar y legitimar las afirmaciones de este danés que ha sido profesor de estadística en la Universidad de Aarhus y que más tarde ocupó un cargo en una oficina creada por el gobierno de Anders Fogh Rasmussen sobre asuntos energéticos. Algo más se podría escribir sobre sus ocupaciones, así como sobre las numerosas críticas que recibió su libro, por no hablar de la acusación de "deshonestidad intelectual" a la que lo sometió el Ministerio de Ciencias danés y de la que fue, finalmente, "absuelto". Pero eso queda para otra ocasión.
Leo un artículo suyo reciente en Project Syndicate: "Ciudades horno". Con excepción de la parte final en la que ofrece algunos cálculos, su texto lo podría haber escrito cualquiera de nosotros: en las ciudades la presencia masiva de cemento y asfalto, unida a la ausencia de agua y vegetación, provoca aumentos de la temperatura de los que se tiene conocimiento desde principios del XIX. En las afueras de las ciudades la temperatura suele ser más fresca y los veranos más llevaderos. No me parece justo enmendarle la plana al Sr. Lomborg, por lo banal de su argumento (su recomendación de pintar las casa de blanco), pues es de suponer que sus argumentos en otras partes deben estar mejor fundamentados.
Lo importante, como siempre, es lo político: con este artículo, y otros muchos que lleva publicando desde antes de su renombre mundial, Lomborg se alinea con los que piensan que paliar los efectos del calentamiento global es más barato que reducir nuestras emisiones de CO2, y que el protocolo de Kyoto no es racional, pues aplica unos medios incorrectos para lograr unos fines dudosos. Son dos los bandos. De una parte, los poderes económicos establecidos; de la otra, las convicciones de un pensamiento reacio a poner en duda su ortodoxia: el ecologismo.
Poco se puede añadir más que, como siempre, la ecuanimidad se halla en otra parte.