domingo, 23 de diciembre de 2007

Contra la perfección

Michael Sandel, Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot, Barcelona, 2007, trad. Ramon Vilà Vernis.

El motivo que impulsa a Sandel a reflexionar sobre la bioética es, como en todos los casos, las nuevas intervenciones posibilitadas por la ingeniería genética. Esta ciencia ha desarrollado una técnica que produce novedades con una rapidez inabarcable. La celeridad de los cambios provoca que las decisiones se tengan que adaptar a los nuevos tiempos y que la legislación deba transformarse a medida que se modifican las circunstancias técnicas.

Sandel recoge la preocupación, el asco, el rechazo, la incomodidad, la injusticia, la artificialidad, etc., todas las reacciones habituales de los que se oponen a la modificación genética con fines no terapéuticos. Las recoge pero no decide nada, sino que se pregunta si tenemos algún otro motivo para oponernos, si estas reacciones se fundan en algún principio racional. Lo que intenta es, en sus propias palabras, “articular nuestra incomodidad”. La “ética del perfeccionamiento” tiene que plantearse cuestiones para las que no está bien equipada en estos tiempos postmetafísicos, como el “estatus moral de la naturaleza” y la “actitud que deberían adoptar los seres humanos hacia el mundo que les ha sido dado” (14).

Un argumento contra el perfeccionamiento genético que suele esgrimirse es el de la igualdad: el perfeccionamiento genético sólo sería accesible para una elite, creándose desigualdades que incluso se podrían heredar, consolidándose así una división genética entre los seres humanos con recursos para perfeccionarse y los seres humanos con una dotación genética estándar. Cuando se plantea el perfeccionamiento para mejorar las prestaciones deportivas, se utiliza el mismo argumento. Sandel no cree que sea aplicable. Se detiene antes: “la cuestión fundamental no es cómo asegurar la igualdad de acceso a la mejora, sino si deberíamos aspirar a ella” (23). El problema tiene que ver, así pues, con la dignidad humana, con lo que perderíamos si aceptáramos estas prácticas, con la eventual amenaza a la libertad que representan. La pregunta por la igualdad es posterior.

Sandel se opone a la optimización genética arguyendo que “lleva a un triunfo unilateral del dominio sobre la reverencia” ante el cual reclama “una apreciación de la vida como don” (153). Para llegar a esta conclusión, utiliza el argumento de los defensores de la eugenesia, lo cual sólo es posible a partir de una concepción cuasi religiosa o moralista con la que los liberales no se sienten cómodos. Antes de pasar al argumento hay que señalar que los liberales no suelen sentirse cómodos con todo lo que sea poner límites, esto es, prohibir. Sandel no habla de prohibiciones sino de pérdida de sentido de nuestra sociedad, lo cual también incomoda a los liberales que, por definición, se limpian las manos ante todo lo que sean decisiones tomadas libremente por ciudadanos informados (siendo el grado de información algo que, como es natural, debe decidir cada cual). Así, los liberales no pueden encontrar motivos para limitar el acceso de los adultos a la pornografía del mismo modo que no los encuentran para prohibir las tiendas de chucherías en las que los niños pueden comprar con el dinero que sus padres deciden libremente darles. Igualmente, si nadie me impide que haga todo lo posible para que mis hijos sean los más adelantados de su clase ni para que los lleve a las mejores escuelas de modo que estén más preparados que los otros en la lucha por los mejores empleos y la vida más estresada, tampoco nadie debería impedirme que empiece a mejorar sus oportunidades desde antes del nacimiento, eligiendo los mejores embriones formados con espermatozoides de aguerridos anglosajones de la Ivy League y óvulos de chicas 90-60-90 a ser posible rubias y no del todo tontas.

Sandel niega el primer paso, cuestionando de este modo el argumento más manido de los defensores de la eugenesia que consiste en compararla con las mejoras posteriores al nacimiento de los niños. Lo niega porque la “hiperpaternidad” nos aleja del respeto a lo dado, y con su ambición de dominio y control “olvida el carácter recibido de la vida” (94). Este olvido conlleva un aumento de la responsabilidad de los padres, pues la paternidad que se hace cargo de hijos nacidos naturalmente (si se me permite la expresión esencialista) sólo es responsable de su cuidado, mientras que los padres de hijos “diseñados” lo son también de sus dotaciones.

Habermas también se ha opuesto a la eugenesia liberal (cf. El futuro de la naturaleza humana, Paidós y Empúries, en catalán) argumentando que viola los principios de la autonomía y de la igualdad, pues, adoptando el punto de vista de las personas clonadas o “diseñadas” por sus padres, afirma que estos individuos no podrían verse como responsables de su propia vida en el mismo grado en que pueden hacerlo los que han nacido sin intervención eugenésica. Sandel no cree que este argumento exclusivamente liberal sirva, pero recupera otro también esgrimido por Habermas, a saber, que para pensarnos como seres libres debemos atribuir nuestro origen a un comienzo que escape a toda disposición humana. Esto le lleva a concluir que “el impulso de eliminar la contingencia y dominar el misterio del nacimiento empequeñece a los padres que lo aplican y corrompe la crianza como práctica social gobernada por normas de amor incondicional” (126-127). Pérdida de humildad y aumento desproporcionado de la responsabilidad, son las consecuencias a las que deberían hacer frente los padres que incurrieran en la hybris eugenésica.

Se dirá que este argumento no es liberal. Cierto. Pero eso no disminuye su fuerza. No creo que Sandel simplemente rebusque entre nuestras intuiciones hasta encontrar una bastante fuerte para oponerse a algo que no le gusta de antemano. No está justificando a toro pasado el asco o el disgusto que le provoca la eugenesia, sino que nos alecciona, desde su cátedra/púlpito en Harvard, con la honestidad de un buen profesor/párroco. Quien tenga oídos que lo escuche. Se trata, a fin de cuentas, de si preferimos vivir en un mundo en el que el amor hacia los hijos (*) esté condicionado a sus capacidades, en el que no haya algo previamente dado que nos supere y que nos ponga a prueba, en el que ya no exista la humildad ante la naturaleza (término que suscita menos alergias que la palabra “Dios”, que también utiliza Sandel).

Parece obvio que el fundamento de las objeciones de Sandel a la optimización genética, es decir, al uso no terapéutico sino eugenésico de las técnicas genéticas, es religioso. Puede ser, pero en su caso se articula mediante un argumento sólido y consistente. Frente a los que utilizan la religión para elevar barreras a la acción humana (en este caso a la investigación científica) y los que rechazan toda pretensión que procede de la religión, Sandel opta por una vía intermedia, en la que admite que las convicciones religiosas puedan plantear preguntas relevantes pero al mismo tiempo sólo las toma en consideración si parten de un argumento: “El hecho de que una creencia moral pueda basarse en una convicción religiosa no la exime de recibir objeciones ni la inhabilita para encontrar una defensa racional” (158).

Sería, sin embargo, erróneo sostener que la visión propuesta en este libro es religiosa. Por suerte las religiones no tienen el monopolio de la humildad, la abnegación, el amor incondicional y el respeto. Un señor andaluz con el que trato a menudo siempre dice que lo primero es ser persona. Justamente de eso habla Sandel: ser personas y no manipuladores de nuestro acervo genético para satisfacer las exigencias de un capitalismo mal entendido en el que los niños son educados y pensados para adecuarse a un mercado de trabajo cuyas reglas competitivas pueden despersonalizarnos. (Esto es un sermón, cierto, pero si sólo el Papa se atreve con las admoniciones vamos listos.)

En el “Epílogo”, Sandel defiende la utilización de los embriones sobrantes congelados (unos 400.000 en los eeuu) con fines de investigación. Ofrece diversos argumentos: sostiene que son “vida humana” pero niega que puedan ser considerados seres humanos aun cuando no puede (¿y quién puede?) señalar en qué momento del desarrollo de los embriones se da el paso a la condición de ser humano y a la consiguiente dignidad que debe ser respetada. Podemos decir qué es un ser humano y qué no lo es, pero no podemos señalar en qué momento se da la transición de un grupo de células a un ser humano como tal. Pero Sandel no cree que sea necesario encontrar este momento. En todo caso, no considera que un blastocisto sea, moralmente hablando, la misma cosa que un bebé. Sin embargo, no ahonda en este argumento, y prefiere mostrar las incongruencias en las que caen los que sí sostienen la igualdad moral de estos dos, por así decir, entes: si efectivamente, como parece ser que afirman Bush y sus expertos, hay una continuidad moral entre los embriones sobrantes y los eventuales bebés que serían su resultado, entonces lo congruente sería impedir que se dieran estos embriones sobrantes, por lo que los “padres” que han permitido su fecundación pero que después no han deseado que sean implantados, pues ya han tenido los hijos que deseaban, deberían ser considerados como padres que han abandonado a sus hijos en una nevera. A lo que hay que añadir que también en la procreación natural se pierden muchos embriones, que no por ello son tomados en consideración cuando se establecen las tasas de mortalidad infantil, lo cual nos lleva a concluir que “nuestra forma de reaccionar ante la pérdida natural de embriones sugiere que no contemplamos este hecho como el equivalente moral o religioso de la muerte de un niño” (190).

No obstante eso no equivale a considerar que los embriones sean meras cosas a nuestra disposición y, por tanto, merecen respeto, aunque no el mismo que las personas. Para alcanzar un equilibrio entre estos dos polos, Sandel propone que la investigación con células madre embrionarias “siga una contención moral adecuada al misterio que rodea los primeros momentos de la vida humana” (194).

(*) “En la relación entre humanos, el amor de los padres por sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden darse”, Harry G. Frankfurt, Las razones del amor, Paidós, Barcelona, 2004: 59.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo mejor de 'Contra la perfección' es la sección titulada "Ética del embrión" (págs. 153-195), donde Sandel defiende convincentemente la producción y el sacrificio de embriones humanos para fines biomédicos.

El resto del libro combate el perfeccionamiento genético, pero lo hace apoyándose no en principios liberales sino en nociones supersticiosas como por ejemplo "la santidad de la naturaleza" (pág. 141). A diferencia de otros antieugenistas, Sandel tiene el acierto de reconocer que no es posible condenar la optimización genética invocando principios liberales: "Una ética de la autonomía y la igualdad no puede explicar lo que tiene de malo la eugenesia" (pág. 124).