jueves, 12 de junio de 2008

Los museos y la vida

Cuenta Rafael Sánchez Ferlosio en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos que durante una visita al zoo de Lyon, mientras contemplaba al león que aburrido se solazaba al sol, vio "por entre los arbustos que nos separaban de los barrotes tras los que la fiera levantaba el hondo y prolongado bostezo de sus fauces hacia el gris domingo provinciano, deslizarse, espléndida de gracia, de sigilo y de libertad, una gran rata". Concluye el fragmento diciendo que "el león no era allí más que un pobre pensionado del ayuntamiento de Lyon, subvencionado para representar a una presunta Naturaleza, a la que, por lo demás, a causa de esta misma circunstancia, mal podía ya, en verdad, representar, y que naturaleza, en todo caso, no era allí sino lo que había traído y había hecho surgir y campear por un momento ante nuestros ojos la admirable rata que, imprevista, inconsentida, indeseada y hasta prohibida, había cruzado delante de él" (98).

Algo semejante le puede ocurrir al visitante del Museo de Arte Contemporáneo Donna Regina en Nápoles si se asoma a la azotea para contemplar la escultura de un caballo que ahí se encuentra. Preferentemente al atardecer, poco antes de que cierren. Tras pasar por las salas que casi nadie visita y en las que uno se topa con las usuales obras de arte de los usuales artistas reconocidos contemporáneos, desde la azotea uno ve al fin la vida: un niño que llora en un balcón mientras su padre fuma acodado en la barandilla, un viejito que lee el periódico en una silla de enea, otro niño que se saca la camiseta debajo de una lámpara de araña, dos pequeñuelos que saludan desde una terraza colindante, las palomas, el interior de innumerables casas, los visillos, un grupo de inmigrantes africanos charlando alrededor de una mesa plantada en plena calle.

Un soplo de vida esa azotea.

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