lunes, 4 de febrero de 2008

Derecho a intervenir

Se pregunta medio país si la Iglesia Católica tiene derecho a intervenir en el debate político justo antes de las elecciones. Si no lo tuviera, se hallaría en inferioridad de condiciones con el resto de ciudadanos y de asociaciones. De modo que se puede decir, en primer lugar, que ejercen su libertad de expresión y que la usan con el fin de aconsejar, según su doctrina, a los fieles que otorguen autoridad a estas opiniones. En esto está de acuerdo Habermas, por ejemplo, filósofo ateo que, como él mismo decía recientemente, se ha hecho mayor pero no religioso.
Las reacciones que ha suscitado la carta de recomendaciones obispales han sido de crítica, lo cual también está bien, pues sólo faltaría que alguien exigiera no sólo su derecho a decir lo que piensa, sino también a que no se lo critique por hacerlo. Así que, como decía Rodríguez Ibarra el otro día, ahora los obispos tienen que apechugar, pues ya se sabe que el uso de la libertad lleva aparejada la asunción de las consecuencias de los propios actos.
De todos modos, este debate actual tendría algo de bueno si sirivera para calibrar qué organizaciones pueden recibir fuinanciación del Estado y a qué las compromete esta financiación. También se plantea la cuestión de las dobles fidelidades, a Roma y a España, en este caso. Y digo que tendría, porque lamentablemente la democracia española no está para debates, sino para luchas, democráticas, cierto, pero luchas a fin de cuentas, ya sea por los votos, ya sea para excluir a los adversarios, ya sea por defender intereses creados o por crear.
Está claro que todo habría sido muy distinto sin el añadido a propósito del diálogo con los terroristas. Ahí hay una toma de partido (político). Pero también la hubo cuando el Vaticano se opuso a la guerra de Irak. En todo caso, lo que queda claro es que la Iglesia vuelve a ser un interlocutor social, y de eso sacan tanto partido los creyentes como los increyentes, que, como casi todo el mundo en este país, sólo se conforman cuando ven ratificados sus prejuicios.
Ya lo decía John Stuart Mill: "En la época presente [...] los hombres se sienten seguros no tanto de la verdad de sus opiniones como de que no sabrían lo que hacer sin ellas."

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