"Yo creo que una fe indudablemente da algo más en términos de esperanza o de ilusión, pero también da algo menos, porque yo creo que la lucidez y la conciencia de la finitud, del desencanto, permite vivir con una pasión y una responsabilidad aumentadas las vicisitudes de nuestra pequeña y única vida".
(Joseph Ratzinger, Paolo Flores d'Arcais, ¿Dios existe?, Espasa, 2008, p. 40).
Estas palabras de Paolo Flores d'Arcais en diálogo con el Cardenal Ratzinger serán suscritas por muchos de los arrogantes ateos que cada vez hablan con voz más alta y clara. D'Arcais señala lo que se pierde con la creencia, los prejuicios de creer en una cosa que no existe, de poner la esperanza en una mentira, y lo que se gana con el sano ateísmo: lucidez, conciencia de la finitud, mayor responsabilidad.
El ateísmo, así pues, no sólo sería más verdadero, sino que haría a los hombres más responsables, más realistas, menos proclives a dejar en manos de la providencia su futuro y el de sus congéneres. Este razonamiento choca con el de Ratzinger en las mismas páginas, para quien el cristianismo, a diferencia de la filosofía, no se limita a lo teórico, sino que desarrolla su papel más importante en la praxis. El cristianismo ofrece una forma de vida y esa sería su superioridad en relación con la filosofía.
Está claro que si el ateísmo no tuviera ventajas sobre la fe cristiana, sería absurdo suscribirlo. Pero, ¿por qué no decir que sus ventajas radican en el vértigo de la nada que vendrá después de la muerte? ¿En el horror de saber que el sentido depende exclusivamente de nosotros y de nuestros actos? ¿En la infinitud de la libertad? Pero estas preguntas presuponen que los ateos, igual que los temerosos de Dios, tienen inquietudes espirituales y miedo de que nadie los quiera. Lo cual no es demasiado suponer.
martes, 13 de enero de 2009
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